lunes, agosto 27, 2007

Golpes tan fuertes

Al Dios demasiado humano de nuestros rezos y nuestros consuelos, cada terrible día cientos de sucesos le oponen una imagen distinta: la de la naturaleza con sus potencias regeneradoras, para la que no importa cuáles de sus criaturas está arrasando su ciega danza de giganta. No puedo identificar a Dios con ese padre, tan benévolo como invisible, en el que creen los débiles de la tierra; le llamo Dios, como un pagano, a la naturaleza danzadora, demoledora, bien patente y bien visible, que nos golpea en los ojos y en la boca toda la vida con su puño; le llamo Dios a la única madre verdadera, cuya única misión es dar a luz nuevos niños, que no puede parar de hacerlo porque tampoco cesa de matar y que no detiene su matanza porque si la interrumpiera dejaría de haber creación, soltura, movimiento: los muertos ceden su lugar a los vivos. Hera, Coatlicue, Kali, guerra o injusticia, palabras femeninas, son nombres que expresan mejor a Dios que el anónimo fantasma de los monoteísmos.

¿Qué es ella? La naturaleza, con su frío, con su calor... Ni siquiera podemos decir que sea indiferente; cumple con un mecanismo, su misión es una condena.

Nosotros somos ignorantes. Los que vivimos en el desierto, los que nos hemos salvado de caer por un barranco, o de pisar una tierra que tiembla, como la de Perú, o de que nos sople en la cara el aliento de un huracán, como los que incansablemente visitan todos los años las costas yucatecas de México; nosotros no sabemos nada. Si algo sabemos es una sensación, una incomodidad de que haya estrellas, de ver el cielo lleno o de verlo vacío, relampagueante o sucio, negro o negro. Porque cuando es más blanco es más oscuro, como el rostro de Moisés al bajar del Sinaí.

Una sensación, no un pensamiento. Tal vez las estrellas tiemblan porque sienten miedo de vernos. O de no vernos. Pero suponer esto es creer que son semejantes a nosotros, en tanto que la cualidad de la naturaleza es su inhumanidad. Y hasta esto —su "inhumanidad"— ya es agregarle algo a lo que no tiene nada.

Yo he estado frente al mar y he sentido su fuego, pero también he sentido la impasible violencia de una montaña inmóvil. No he visto actuar el agua en su encarnación más dramática, pero he probado la gota y todavía me pesa.

La vida es muerte y los eclipses son dragones. Si hasta una hormiga lo es: the ant's a centaur in his dragon world, una definición del diccionario Pound.

Una hormiga despierta tanto terror en mis pies como el que mis pies provocan en la hormiga, terror que me parece una venganza del animalillo, como morder un puercoespín o una baya venenosa.

Y si se siente tanto con el veneno de la hormiga, ¿cuánto más nos perturba presenciar el dolor humano?

Ver que existe el dolor nos produce temor de hablar.

A algunos, sin embargo, ver que los demás sufren es lo que los incita a hablar. A algunos periodistas, por ejemplo (los que no cobran por quedarse callados). Hablar me parece admirable, porque yo no puedo. Éste es un blog casi vacío, alguien lo habrá notado.

Es raro, pero he tenido más de un lector. Es una sensación muy rara.

No yo, ¿o sí? Lo que ha tenido un lector es lo que he copiado para este blog. Mi voz es la voz de otros. He escrito muy poco, y eso poco son salpicaduras dispersas ya saben dónde.

Yo no sé. Hace un día, o dos, o no sé cuántos (pocos), el dibujante Allan McDonald recordó en el portal Rebelión el poema de Vallejo, ése que no sabe, que reconoce que no sabe, que dice "yo no sé". Vallejo, recordará mi insólito lector, era peruano. Nació del suelo de los terremotos. Nació, quizá, de un terremoto. Y provocó varios. Era comunista... lugares comunes de las biografías. Bueno, el comunismo no es un lugar tan común, ¿verdad? Ha dejado de ser el territorio que las mujeres y los hombres con imaginación habitaban.

Ya sé que las cosas no son tan así. Con intención, soy irritante. A ver a quién le saco ronchas.

Por si se preguntan de dónde es Allan McDonald (yo sí me lo pregunté hace un momento), acabo de descubrir, gracias a la magia de la empresa capitalista Google, esta entrevista. McDonald es hondureño. Hondureño y hondo, diría yo.

Cuánto me gusta Vallejo. Quisiera vestirme con el pellejo de Vallejo. Para mí es casi Dios.

Si Vallejo fuera Dios, la naturaleza habría sido más clemente con nosotros, los inocentes, los pecadores.
Los heraldos negros

Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… Yo no sé!

Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán talvez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema

Y el hombre… Pobre… pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!

(Los heraldos negros, 1918)

sábado, agosto 25, 2007

Las palabras vendidas

La revista cubana La Jiribilla trajo a internet, desde el papel en que apareció primeramente, un artículo que me ha parecido interesantísimo y cuyas tesis no cesan de dar vueltas, como un mosquito, en mi oreja; en las dos orejas: la que percibe lo que nos ataca desde fuera y la que oye lo que está creciendo dentro de nosotros.

Las palabras vendidas: literatura, mercado y legitimación cultural
Edel Morales
La revista La Jiribilla retomó el 4 de agosto de 2007 para su sitio de internet este texto, que apareció originalmente bajo el título Literatura y mercado en la desaparecida Revista del Libro Cubano, publicación del Instituto Cubano del Libro (La Habana, Cuba; No. 3, Año II, agosto de 1998).

I

Cuando un escritor sabe con bastante certeza que se venderán solamente unos pocos volúmenes de su edición, obtiene una gran libertad en su trabajo creador. El escritor que tiene ante sí la seguridad, o al menos la probabilidad, de vender toda su edición y quizás ediciones subsecuentes, es a veces influido por la venta futura... casi sin quererlo, casi sin darse cuenta de ello. Habrá momentos en que, sabiendo cómo piensa, qué le gusta y qué ha de comprar el público, el escritor hará pequeños sacrificios, redactará cierto trozo de manera diferente, se saltará otro. Y no hay nada más destructivo para el Arte (tiemblo con solo pensar en esto) que cierto trozo sea redactado de manera diferente o sea omitido.

El fragmento es de 1907, lo supongo escrito en Alejandría, Egipto, África Mediterránea, y pertenece al griego Constantino Cavafy, uno de los grandes poetas de esa modernidad occidental (aquí mestiza, en plena frontera) vapuleada hoy a izquierdas y derechas por la crisis práctica de sus grandes relatos. Lo cito in extensso porque formula una pregunta clave de todo el Arte desde que tenemos memoria: el sentido mismo de su existencia.

La naturaleza estética del arte, su vocación interrogadora, su misterio creativo, lo específico de su utilidad, y los peligros de un posible otro destino —trazado a contrapelo de sus esencias y por tanto ilegítimo— ha sido un punto permanente de encuentro, fricción y desafío entre los artistas y sus públicos, sus mercaderes, sus ideólogos, sus estadistas.

No debemos pensar el problema como si se tratara de simple incomprensión o desencuentros factuales entre individuos más o menos (in)tolerantes o ilustrados, sino tratar de advertir los intereses específicos, las necesidades que satisfacen, y las funciones distintas que cumplen el arte, el comercio, la religión, la ideología o la política en el seno de una sociedad humana y el lugar que ocupan en su estructura.

El peligro de uniformación y el acelerado empobrecimiento de la diversidad cultural del planeta, que resulta del tipo de globalización —neoliberal— que con desembozo manifiesto viene practicando desde los años 90 la sociedad contemporánea de entre siglos, reactualiza el nunca agotado problema del sentido del arte —la literatura, en nuestro caso— y sus relaciones con otros campos de la actividad humana, y le añade nuevos componentes.

El final de los gobiernos del socialismo duro en el este de Europa y la Unión Soviética, la desintegración de ese estado multinacional y —en cierta medida, también como consecuencia— el retroceso de los partidos socialdemócratas en Europa Occidental, prepararon el escenario para la conformación de un mundo unipolar, modelado desde los EE.UU., según el modo de vida norteamericano. Aun cuando la Unión Europea y Japón —y potencialmente China— se presentan como polos económicos competitivos, no alcanzan a ser en otros aspectos verdaderos centros de equilibrio multipolar.

El Poder —el verdadero Poder— que masifica y reduce los espacios de creación y expresión humana, intelectual y artística, radica en las fuerzas neoconservadoras que impulsan el modelo neoliberal, uniformador, y que imponen la globalización en curso.

Este nuevo escenario político, militar y económico en el mundo de hoy, coincide con los nuevos límites —en permanente expansión—, alcanzados en los últimos lustros por la investigación científica y las tecnologías de punta que significan —entre otras cosas— un cambio radical para la industria cultural y del entretenimiento, los sistemas informáticos de procesamiento y la comunicación, las llamadas ciencias de la vida, y las concepciones mismas del comportamiento cotidiano y el destino de los seres humanos en el planeta.

Esos cambios en el espacio tecnológico favorecen por ahora la implementación de aquel mundo unipolar a que hacemos referencia, y reclaman una visión necesariamente global para el análisis de cualquier asunto de importancia para nuestras vidas.

El nuevo peligro sitúa en un punto crítico el problema —antológico, más o menos eterno— de la legitimación de unos procedimientos y unas obras artísticas cuyas maneras y propuestas difieren de las maneras y propuestas de los discursos dominantes. Se trata, creo, de preguntarse con serenidad —y asumiendo el hamletiano riesgo de ser— adónde irá a parar el arte dentro de un modelo que privilegia el marasmo de la creatividad, pero desconfía de las creaciones más genuinas del espíritu humano y, en consecuencia, qué destino espera en la nueva situación a toda la literatura que reivindica su naturaleza estética, interrogadora, su derecho a la experimentación, a la diferencia, a la calidez humana y a la calidad estética, y no se acomoda al creciente —presumiblemente inevitable— proceso mundial de bestsellerización del libro.

La pregunta no es para nada gratuita o extemporánea: una significativa porción de la mejor literatura —escrita antes o ahora, aquí o en cualquier parte— no se acomoda a los patrones de la bestsellerización. En cambio, una buena parte de los libros que se publican hoy en el mundo y la mayoría de los que encabezan las listas de títulos más vendidos, poco tienen que ver con lo que hasta ahora hemos venido considerando como valores de lo literario.

El proceso de creación—comunicación—recepción de la literatura como arte, ha sido puesto patas arriba por las gerencias de ventas de la industria del libro, que le imponen —y obligan a operar con— la misma clasificación de mercancía que a cualquier producto, y publicitan un discurso cuyos indicadores y enfoques son ajenos a la naturaleza misma del hecho literario.

En cualquier caso está claro que la meta del arte a menos, obviamente, que esté dirigido al “consumidor”, a modo de mercancía es explicar al propio artista y a aquellos que están a su alrededor para qué vive el hombre, cuál es el significado de su existencia. Explicar a las gentes la razón de su presencia en este planeta; o si no explicarla, proponer al menos la pregunta.

Aquí se formula —otra vez y con insistencia— la interrogante sobre la naturaleza del arte, el sentido de su existencia, y los peligros que lo acechan desde los centros de poder económico, político, militar, religioso, legal... En términos de literatura, mercado y legitimación cultural, la obviedad, subrayada por Tarkovsky, es que un arte dirigido al “consumidor”, a modo de mercancía, no es un arte legítimo.

Me permito el comentario de uno de los grandes best-seller de los últimos 20 años, y unas citas más —no referidas.

Entre el 9 de septiembre de 1981 y el 28 de diciembre de 1985, Stephen King escribió en Bangor, Maine, Nueva Inglaterra, EE.UU., las casi 1000 páginas de su más ambiciosa novela: It (Eso). Publicada en 1986, It encabezó todas las listas de libros más vendidos y permaneció en ellas durante nueve meses. En algún momento de la escritura de la novela, S.K. se sintió tentado a dar su punto de vista y formular su idea de la literatura dirigida al consumidor, a modo de mercancía. Para ello echa mano a un recurso no nuevo, pero eficaz: introduce en la trama de la novela la poética que la sustenta.

En la página 114 de It, Bill Denbroungh, el personaje protagónico, se toma una licencia, lo cual viene a tono pues ha recibido una misteriosa llamada en Londres. La llamada viene de Derry (Maine, NI., EE. UU.) y es de un amigo de la infancia a quien Bill ha olvidado. B.D. es escritor y guionista de cine —un escritor y guionista de éxito que escribe para sus consumidores las mismas historias de terror, literalmente las mismas, que S.K. nos está contando a nosotros, sus consumidores: Bill es el alter ego de Stephen.

Y dos páginas después todo está preparado para que S.K. se tome su licencia: He aquí un pobre muchacho del estado de Maine, que va a la universidad gracias a una beca. Durante toda su vida ha querido ser escritor..., por lo que se inscribe en un Seminario de Literatura Creativa. En una de las sesiones el instructor le pregunta:

¿Te parece que William Faulkner no hacía otra cosa que contar cuentos? ¿Te parece que a Shakespeare solo le interesaba hacer plata? Vamos, Bill, dinos qué opinas.

Después de una pausa en la que estudia honradamente la pregunta, Bill contesta:

Opino que eso está bastante cerca de la verdad.

Unos días después B. D. escribe otro cuento, el instructor se lo devuelve con dos palabras: Basura, es una; Mierda, es la otra. B.D. envía su cuento a una revista que por lo que Bill puede apreciar debería llamarse Mujeres desnudas con cara de drogadictas y queda asombrado y en la gloria cuando el gerente de Corbata blanca lo compra en 200 dólares.., ¡200 dólares!

Bill, que es un personaje de veras seductor y no está para amargarse ni para amargarnos la vida con preguntas sobre el significado de la existencia, sale pitando: de todas partes y, para empezar, del Seminario de Literatura Creativa. Le deja una nota de renuncia, bien explícita, al instructor.

Tres días después vuelve, por correspondencia, su nota de renuncia... el instructor ha escrito: ¿Usted cree que el dinero demuestra algo, Denbroungh?

Bueno, sí, en realidad dice Bill Denbroungh a su departamento vacío.

Seré honesto: de ese Seminario de Literatura Creativa, tal como lo pinta Stephen King, yo también hubiese salido pitando, como de muchos de los talleres, tertulias y otros espacios literarios que he debido sufrir en mi formación como escritor. Y aunque el espíritu de época aconseja fingir, seré honesto hasta el final: yo me dejé seducir. Como en aquel largo poema de Fayad Jamís Recordando una lectura de La primavera ha muerto, en que el sujeto lírico se queda solo con su voz y fuma y recuerda un título poco original y sobre todo cursi que lo ha seducido, yo leí sin parar las casi imposibles 997 páginas de It.

Confieso también, aquí, ahora: no pude menos que disfrutar el momento en que todo Derry estalla y el autor, oculto detrás de alguien, grita para celebrar su triunfo: ¡Steven Spilberg, muérete de envidia!, lo cual leí visualizando un acto de justicia, después que los managers del cine, la televisión, el vídeo, los efectos especiales, la digitalización y toda la virtualidad de la era electrónica pos, convirtieron el arte y con él la escritura en un producto enlatado y/o un frío ejercicio de laboratorio.

No conozco a Stephen King, nunca he visto a esa persona. La foto de contraportada lo muestra en un traje claro, apoyado en un auto antiguo: un hombre todavía joven que se deja retratar sobre el fondo de una ciudad que parece agradable. Pero —si es verdad que— a un escritor se le juzga por sus libros, leyendo It puedo imaginar a qué apuesta.

En el mismo revelador fragmento de que he venido hablando, cuando Bill Denbroungh tiene que regresar al antiguo terror desde un tiempo en el que está a gusto y ama a la mujer con la que se había casado por amor, a la que todavía amaba. Trató de ver a través de sus ojos, para averiguar qué sabía ella. Trató de verlo como si fuera un cuento. Podía, pero era un cuento que jamás se vendería. Stephen King nos revela otra vez su clave: él puede escribir ese otro cuento, proponer esa otra pregunta, pero no se vendería.

He ahí el escándalo, diría Kundera: S.K. puede —o nos hace pensar que puede— crear literatura, en cambio elige producir mercancía, se sabe obligado a Eso para vender.

Yo me dejé seducir y después casi me tuerzo de dolor. Stephen King es, volviendo a la Alejandría de Cavafy y de esa Biblioteca perdurable más allá de sus cenizas (serán cenizas, mas tendrán sentido/ polvo serán, mas polvo enamorado, dicta Quevedo) un escritor que tiene ante sí la seguridad de vender toda su edición y ediciones subsecuentes, influido por la venta futura, que (con plena conciencia, pues escribe en Maine, N.I., EE.UU., sociedad posindustrial, posmoderna, posescritural, meca del marketing y de la imagen en movimiento, cuna de la globalización, la integración informativa, la uniformación cultural y base de operaciones del dinero) sabe cómo piensa, qué le gusta y qué ha de comprar el público y no tiene reparos en escribir un libro, obviamente, dirigido al consumidor, a modo de mercancía.

Por suerte para ese lector inocente —que alguna vez todos nos dejamos ser— S. K. juega un juego más o menos limpio: uno sabe qué compra, paga su precio y el producto es lo que uno pagó, lo que su anuncio promete. Nada de más, nada de menos: un producto bien preparado, con los ingredientes necesarios para cobrar el 18 por ciento del precio de tapa y tener la seguridad, o al menos la probabilidad, de vender toda su edición y quizás ediciones subsecuentes. Obligado a vender, S. K. elige su juego, lo juega bien, y gana con cierta elegancia las apuestas.

Otra cosa ocurre cuando el fantasma de las ventas se aparece con una capa prestada.


II

La literatura cubana disfruta de un merecido reconocimiento internacional que, por la naturaleza misma del quehacer literario, adquiere su mayor fuerza en los espacios culturales y el mundo editorial del idioma español. Es un reconocimiento a los aportes de una tradición histórica breve, pero ya fecunda; y es también una creciente inquietud por llegar a tiempo al examen y validación —en otros circuitos— de un movimiento que se quiere renovador y por lo mismo dialoga con y contradice a esta y otras tradiciones.

Una época de boom(cito). Eso viene significando para la literatura cubana, en particular para su narrativa, la búsqueda emprendida desde el inicio de los años 90. Y siempre se agradece que una literatura pueda contar no solo con una suma de buenas obras sino, además, con ciertos libros de éxito. Pero sobre las características de este citado boom, las obras que lo conforman, los entusiasmos que despierta, los mecanismos que actúan detrás, las líneas de pensamiento que lo promueven, sus pro y sus contra, también convendría meditar con serenidad.

No pretendo agotar el tema, ni siquiera explorarlo en sus múltiples aristas, sí quiero presentar uno de esos problemas que ya se hace imprescindible abordar, más allá de su significado inmediato.

Es este, como digo arriba, un reconocimiento merecido. Por su elaboración formal, su riqueza semántica, la variedad de sus puntos de enunciación, su diversidad ideo-temática, su persistencia en la conflictividad, la literatura cubana se sitúa legítimamente entre lo más significativo que se crea hoy en el campo literario del idioma, y puede llegar a considerarse un conformador de importancia dentro de la literatura de entre siglos en el espacio cultural al cual pertenecemos y que llamamos Occidente.

Lo actual en arte —Perogrullo— no es solo lo que se está creando ahora mismo, en la simultaneidad de un tiempo real que la virtualidad al uso agota con denuedo. Aunque la tradición de lo nuevo —instaurada por las vanguardias como valor intrínseco del arte— y su búsqueda a cualquier precio —incluido el efecto efímero de la moda— se haya acelerado tanto (la renovación no se busca solo de generación en generación, sino casi es de buen gusto que cada año aparezcan tendencias innovadoras, aún cuando en teoría lo nuevo ya no represente por sí mismo un valor) lo actual en arte es también y con mucho, todas aquellas obras cuya recepción en otro espacio histórico-concreto genera lecturas cambiantes, que sintonizan con el espíritu de la época.

Esas obras —actuales, aunque no escritas ahora mismo— importan mucho en el modo de recepción y la evaluación que se hace del estado de una literatura. Las relecturas del pasado, sus nuevas jerarquías, se realizan siempre desde los intereses de las élites literarias del presente. Son releídas muchas veces estas obras como anunciaciones, o tienen el valor añadido de ser no únicamente nuevas —en el sentido de actualidad que le hemos venido dando al término—, sino previamente legitimadas, casi siempre, por lecturas sucesivas de otras épocas o/y otros sitios, y arrastran consigo el prestigio de lo ya legitimado, clásico o en camino de convenirse en tal.

Una buena parte de la literatura cubana que se reconoce, estudia, y promueve internacionalmente forma parte de lo que el fin de siglo de la Isla ya consideró legitimado o clásico para el siglo XX. Pensemos en Alejo Carpentier o Nicolás Guillén, José Lezama Lima o Virgilio Piñera, Dulce María Loynaz o Eliseo Diego. Sus aportes en el campo literario cubano son tantos y su prestigio es tan sólido que, necesariamente, irradian más allá de las fronteras nacionales. Y como esos aportes y ese prestigio se sostienen en una obra literaria meritoria, su legitimación en otros espacios se realiza como un proceso natural.

Pero la literatura del siglo XX cubano —de su segunda mitad y actual en este puente de milenios— es, por supuesto, mucho más que seis, diez o doce nombres memorables.

Repasemos las obras acumuladas de José Soler Puig, Roberto Fernández Retamar, Fina García Marruz, Cintio Vitier, Onelio Jorge Cardoso, Samuel Feijóo, Dora Alonso, Abelardo Estorino, Jesús Orta Ruíz, Ezequiel Vieta, Carilda Oliver Labra, Fayad Jamís, Lisandro Otero, Pablo Armando Fernández, César López, Miguel Barnet, Nancy Morejón, Lina de Feria o Luis Rogelio Nogueras... por citar solo autores de obras muy visibles —y claro que me equivoco y omito otros nombres— en zonas distintas de esa literatura, que gozan de reconocimiento en la Isla y más allá. Su obra entra paso a paso y por caminos diversos en los terrenos, móviles, pero inevitables, de la historia literaria.

Repasemos también un momento en la literatura de Lino Novás Calvo, Eugenio Florit, Gastón Baquero, Enrique Labrador Ruiz, Guillermo Cabrera Infante, Heberto Padilla, Severo Sarduy, Antonio Benítez Rojo y hasta en una zona de las obras de Reinaldo Arenas y Jesús Díaz, autores cubanos que mucho escribieron en la Isla y se radicaron después en otros países, y cuya producción literaria es apreciada en Cuba —a veces a pesar de ellos mismos— y reconocida también fuera del país. La legitimidad de sus aportes culturales no admite dudas.

Sin embargo, una parte importante de esa literatura cubana que se reconoce, estudia y promueve internacionalmente —escrita mucho más acá en el tiempo— no genera los mismos consensos. Interesa preguntarnos aquí, de manera particular, por la validez de este segmento en el todo de esa literatura mayor. Su impacto, concordemos, obedece en parte al hecho de situarse literariamente en una tradición de las calidades que destacamos antes, pero también en varios autores y en una cada vez más alarmante cantidad de títulos, a las sinuosidades de ese otro destino —trazado a contrapelo de sus esencias y por tanto ilegítimo— que los mercaderes y los malos políticos siempre tienen desplegado y dispuesto para emboscar el arte.

La literatura cubana actual —la que se escribe ahora, aquí, allá y acullá— merece ese reconocimiento, lo disfruta, y a veces también lo padece. Es una literatura valiosa, sí, pero cuyas obras y autores representativos están todavía por legitimar y jerarquizar desde la literatura misma y no desde otras instancias.

El imponente ascenso de la creación literaria al interior de Cuba en los años 90, coincidió con una crisis sin precedentes de la industria y el comercio. El sistema editorial vio muy afectada su base tecnológica, su financiamiento y su abastecimiento general de insumos, aunque la crisis tuvo su mayor impacto en la capacidad de la industria poligráfica para imprimir libros. Lo que importa ahora a nuestro análisis, sin embargo, es el resultado que la crisis —derivada de la situación general de la Isla, que hizo metástasis a raíz del derrumbe de los gobiernos del socialismo europeo y la intensificación del asedio norteamericano— tuvo para el proceso de creación-comunicación-recepción de la literatura cubana.

Desde finales de los años 80 se escribía en Cuba cada vez más y mejor literatura, la vida literaria hervía, se cambiaba una norma dominante. Pero a principios de los años 90 —en el momento en que todos esos manuscritos reclamaban ser convertidos en libros para completar su viaje feliz— la severidad de la crisis impidió que el ciclo continuara normalmente y las obras encontraran salida a través de su espacio habitual, las editoriales cubanas, y fueran leídas por su receptor natural, el lector cubano.

Mucho se habló entonces sobre cuanto influiría a la creación literaria, en el corto y mediano plazo, el hecho de que los autores perdieran el sostén de sus instituciones legitimadoras y no se comunicaran —palabra impresa mediante— con su lector natural. Los nuevos destinatarios de los libros escritos en Cuba estaban casi siempre en otra parte: Europa Occidental, América Latina, EE.UU... o en cualquier lugar donde se publicaran y/o distribuyeran los libros cubanos, pero no aquí, no en la Isla.

Comenzaron a aparecer antologías y selecciones pensadas para esos otros destinatarios, hechas según lo que quizá le gustaría leer a esos otros públicos. Los editores y coeditores extranjeros comenzaron a pedir también un tipo específico de literatura, un estereotipo construido desde lejos, una manera de ver la realidad cubana, y más de una vez los editores de acá —o escritores y periodistas tentados a ser promotores y antólogos— los complacieron satisfechos.

La mayoría de los autores, a la hora de escribir sus textos, intentó en principio ignorar esa circunstancia anómala o planteársela como una situación transitoria, un problema más de distribución, una trampa del mercado del libro. Pero la realidad es concreta. La nueva situación —unos cambios impensables pocos años atrás, que trastrocaban el sistema de referencias de la vida nacional pública y privada— se infiltró con rapidez en el ánimo de los escritores, en el manejo cotidiano de sus asuntos, y llegó también a su literatura.

Otros factores influyeron —y esquematizo para entendernos. En lo ideológico y en lo social, las realidades del día a día en la Isla y el mundo —cronología y sucesos largamente contados por ahí—; en lo literario, la ruptura definitiva de una norma más o menos dominante hasta pocos años atrás y el reconocimiento explícito de la diversidad como valor; en lo promocional, más participación en premios y concursos convocados desde el exterior, invitaciones a eventos —literarios o no— realizados en otros países, presencia cada día mayor de editores extranjeros a la caza de originales valiosos, reseñas en la prensa internacional sobre la literatura cubana y sus autores preferidos. Todo dibujado con un aura de prestigio dizque bien ganado y, muchas veces, apoyado en el necesario respiro económico que un buen puñado de billetes convertibles supone.

La literatura escrita por cubanos radicados en el exterior, por su parte, parece haber carecido durante todos esos años de verdaderos vehículos culturales —editoriales y editores, revistas y críticos, investigadores y libros de ensayos, universidades y académicos— que la legitimaran como un todo literario, o como parte de esa literatura mayor que tiene sus raíces en la Isla y ramas y gajitos casi en cualquier zona del planeta. Tampoco allí —o menos allí— los escritores pudieron fundar, imponerse, evadir las trampas de los mercaderes y los malos políticos, para quienes la literatura carece de utilidad o valor, si no da dinero o partidarios.

El mundo literario cubano de fuera de la Isla —¿diáspora, emigración, exilio?— parece adquirir, entonces, significado, valor literario, para la cultura cubana, mediante las recepciones, disecciones y valoraciones realizadas por escritores, investigadores y críticos residentes en la Isla, el primero de los cuales es Ambrosio Fornet. Su entrada y su participación en el boom(cito) es más bien una jugada en el todo, y el resultado de su acercamiento a la tradición literaria de la Isla, por los medios enunciados antes o/y por su contradicción política, económica y/o cultural con ella.

Ahora cabe reiterar una pregunta cuya respuesta casi todos los escritores y críticos cubanos conocemos: ¿Por qué ese thriller con aires garciamarquianos —por otra parte, aceptablemente escrito, como haría Stephen King— que viene a ser el Caracol beach de Eliseo Alberto, obtuvo el Primer Premio Alfaguara de novela? ¿Pero por qué una novela tan evidentemente mala como Te di la vida entera, de Zoé Valdés, se alza con la primera mención del Premio Planeta y publica de inicio 60 000 ejemplares en esa editorial? o ¿por qué una novela casi tan insostenible como la anterior —El hambre, el hombre, la hembra, de Daína Chaviano— recibió el Premio Azorín y pasó a engordar el catálogo de libros de esa propia editorial? Y lo que —para mí— es pregunta más importante: ¿Por qué Zoé Valdés, Daína Chaviano y hasta Eliseo Alberto escriben esos y otros libros que —quiero creer— saben distantes de la literatura que en verdad desearían escribir? ¿Por qué otros autores cubanos —dentro y fuera del país— se lanzan a escribir unos productos tan obviamente dirigidos al consumidor, a modo de mercancía? ¿Qué los obliga a eso? Puedo encontrar algunas respuestas con más rapidez de lo que tecleo en el ordenador, pero prefiero que tú, avezado lector, me permitas esta vez solo formular las preguntas.

En un artículo publicado en una revista mexicana —de cuyo nombre no logro acordarme— Arturo Arango adelanta la idea de que por ahí interesa más leer sobre cómo se vive en Cuba que leer qué se escribe en Cuba. Y es que esas —imprecisamente— llamadas literaturas de urgencia (malos panfletos, ni tan literarios ni tan urgentes, pues varios de esos autores sobrepromocionados, por ejemplo, ya no logran imaginarse la vida cubana después de la despenalización del dólar, en 1993, y la crisis de los balseros, en 1994), están por lo general muy lejos de pasar de la epidermis —bastante lastimada— del país y pocas veces se adentran en lo que considero que es —si no ha cambiado en estos años, hasta hacerse otra— la sustancia misma de la literatura y el arte: vidas humanas en conflicto que intentan encontrar sentido a su existencia en un espacio estético.

Quien haya (h)ojeado las páginas de mucho de lo que ese afanoso mercado exterior del libro quiere proponer y jerarquizar como la literatura cubana de ahora mismo, compartirá conmigo la duda cardinal de cuáles intenciones animan tales promociones. No literarias, está claro: más bien parecen correrías contra el tiempo de mercaderes que se mueven sobre un horizonte móvil —muy alta venta hoy, cotidiana, mañana estará en la nada—, financiadas con un objetivo más bien político que, por demás, parece un empeño inútil —si no fuese tan bien remunerado— de cara al consenso social, la estabilidad política, y esa pobreza irradiante que comparte la mayoría de los ciudadanos del país real.

La poco entusiasta recepción que la crítica realizada por varios cubanos en el exterior hizo en principio de Tuyo es el reino, la admirable novela de Abilio Estévez publicada por Tusquets —un éxito de venta, al mismo tiempo, aunque sin galardones previos— resulta también sospechosa. ¿Por qué? Acaso sea solo por estar mejor escrita que las otras. Acaso por vivir Abilio en La Habana al momento de la publicación. El hecho se repite con otros autores residentes en la Isla. Supongo que el tiempo —ese juez inapelable al que solemos dejarlo todo, Diego dixit— sitúe jerarquías verdaderas entre estas y otras obras. Mientras tanto, corresponde no acatar como dóciles asistentes unas reglas del juego y unas jerarquías que revelan intereses espurios y se nutren de criterios promocionales ajenos a la literatura misma.

Para los escritores de talento que residen fuera de Cuba, hay en sus alrededores mucha conflictividad que cribar, estructural y cotidiana. Hay también, por lo menos, un gran tema de lo cubano: el viaje, la nostalgia, y todos los temas universales que animan cualquier literatura con intensidad de vuelo, como ha sido, como es, la cubana. Pero verifiquemos y expongamos de una buena vez que entre toda la literatura que se publica sobre Cuba, la más intensa, la más verosímil, la que más literariamente cuenta cómo se vive y piensa en la Isla, se está escribiendo ahora, aquí; y ante la falta de evidencias que demuestren otra cosa, no creo que esa relación cambie en los próximos años.

Confío en que aún seamos capaces —como escritores— de evitar que la literatura cubana se extravíe otra vez en senderos extraliterarios —trampa ya habitual de los mercaderes y los malos políticos— de renovarnos desde dentro, como creadores libres más allá de las presiones cotidianas. Y que no cambiemos una página y no introduzcamos un capítulo para agradar a un editor, a un agente, a un empresario, o sea, al Poder —económico, político, cultural— de un mercado que aunque a veces nos invita a su mesa, nunca estará de este lado. Y que no aceptemos como buena, obviedad de las obviedades, ninguna literatura fabricada de palabras vendidas.

Advirtamos —como Octavio Paz en otro agosto, el de 1955— que escribir, quizás, no tiene más justificación que tratar de contestar a esa pregunta que un día nos hicimos y que, hasta no recibir respuesta, no cesa de aguijoneamos. Porque los grandes libros —quiero decir, los libros necesarios— son aquellos que logran responder a las preguntas que, oscuramente y sin formularlas del todo, se hace el resto de los hombres.