La revista cubana La Jiribilla trajo a internet, desde el papel en que apareció primeramente, un artículo que me ha parecido interesantísimo y cuyas tesis no cesan de dar vueltas, como un mosquito, en mi oreja; en las dos orejas: la que percibe lo que nos ataca desde fuera y la que oye lo que está creciendo dentro de nosotros.
Las palabras vendidas: literatura, mercado y legitimación cultural
Edel Morales
La revista La Jiribilla retomó el 4 de agosto de 2007 para su sitio de internet este texto, que apareció originalmente bajo el título Literatura y mercado en la desaparecida Revista del Libro Cubano, publicación del Instituto Cubano del Libro (La Habana, Cuba; No. 3, Año II, agosto de 1998).
I
Cuando un escritor sabe con bastante            certeza que se venderán solamente unos            pocos volúmenes de su edición, obtiene            una gran libertad en su trabajo creador.            El escritor que tiene ante sí la            seguridad, o al menos la probabilidad,            de vender toda su edición y quizás            ediciones subsecuentes, es a veces            influido por la venta futura... casi sin            quererlo, casi sin darse cuenta de ello.            Habrá momentos en que, sabiendo cómo            piensa, qué le gusta y qué ha de comprar            el público, el escritor hará pequeños            sacrificios, redactará cierto trozo de            manera diferente, se saltará otro. Y no            hay nada más destructivo para el Arte            (tiemblo con solo pensar en esto) que            cierto trozo sea redactado de manera            diferente o sea omitido.
                                 El fragmento es de 1907, lo supongo            escrito en Alejandría, Egipto, África            Mediterránea, y pertenece al griego            Constantino                       Cavafy,            uno de los grandes poetas de esa            modernidad occidental (aquí mestiza, en            plena frontera) vapuleada hoy a            izquierdas y derechas por la crisis            práctica de sus grandes relatos. Lo cito           in                       extensso            porque formula una pregunta clave de            todo el Arte desde que tenemos memoria:            el sentido mismo de su existencia.
                                 La naturaleza estética del arte, su            vocación interrogadora, su misterio            creativo, lo específico de su utilidad,            y los peligros de un posible otro            destino —trazado a contrapelo de sus            esencias y por tanto ilegítimo— ha sido            un punto permanente de encuentro,            fricción y desafío entre los artistas y            sus públicos, sus mercaderes, sus            ideólogos, sus estadistas. 
                                 No debemos pensar el problema como si se            tratara de simple incomprensión o            desencuentros factuales entre individuos            más o menos (in)tolerantes o ilustrados,            sino tratar de advertir los intereses            específicos, las necesidades que            satisfacen, y las funciones distintas            que cumplen el arte, el comercio, la            religión, la ideología o la política en            el seno de una sociedad humana y el            lugar que ocupan en su estructura.
                                 El peligro de uniformación y el            acelerado empobrecimiento de la            diversidad cultural del planeta, que            resulta del tipo de globalización            —neoliberal— que con desembozo            manifiesto viene practicando desde los            años 90 la sociedad contemporánea de            entre siglos, reactualiza el nunca            agotado problema del sentido del arte            —la literatura, en nuestro caso— y sus            relaciones con otros campos de la            actividad humana, y le añade nuevos            componentes.
                                 El final de los gobiernos del socialismo            duro en el este de Europa y la Unión            Soviética, la desintegración de ese            estado multinacional y —en cierta            medida, también como consecuencia— el            retroceso de los partidos            socialdemócratas en Europa Occidental,            prepararon el escenario para la            conformación de un mundo unipolar,            modelado desde los EE.UU., según el modo            de vida norteamericano. Aun cuando la            Unión Europea y Japón —y potencialmente            China— se presentan como polos            económicos competitivos, no alcanzan a            ser en otros aspectos verdaderos centros            de equilibrio multipolar. 
                                 El Poder —el verdadero Poder— que            masifica y reduce los espacios de            creación y expresión humana, intelectual            y artística, radica en las fuerzas            neoconservadoras que impulsan el modelo            neoliberal, uniformador, y que imponen            la globalización en curso.
                                 Este nuevo escenario político, militar y            económico en el mundo de hoy, coincide            con los nuevos límites —en permanente            expansión—, alcanzados en los últimos            lustros por la investigación científica            y las tecnologías de punta que            significan —entre otras cosas— un cambio            radical para la industria cultural y del            entretenimiento, los sistemas            informáticos de procesamiento y la            comunicación, las llamadas ciencias de            la vida, y las concepciones mismas del            comportamiento cotidiano y el destino de            los seres humanos en el planeta.            
                                 Esos cambios en el espacio tecnológico            favorecen por ahora la implementación de            aquel mundo unipolar a que hacemos            referencia, y reclaman una visión            necesariamente global para el análisis            de cualquier asunto de importancia para            nuestras vidas.
                                 El nuevo peligro sitúa en un punto            crítico el problema —antológico, más o            menos eterno— de la legitimación de unos            procedimientos y unas obras artísticas            cuyas maneras y propuestas difieren de            las maneras y propuestas de los            discursos dominantes. Se trata, creo, de            preguntarse con serenidad —y asumiendo            el hamletiano riesgo de ser—            adónde irá a parar el arte dentro de un            modelo que privilegia el marasmo de la            creatividad, pero desconfía de las            creaciones más genuinas del espíritu            humano y, en consecuencia, qué destino            espera en la nueva situación a toda la            literatura que reivindica su naturaleza            estética, interrogadora, su derecho a la            experimentación, a la diferencia, a la            calidez humana y a la calidad estética,            y no se acomoda al creciente            —presumiblemente inevitable— proceso            mundial de bestsellerización del            libro.
                                 La pregunta no es para nada gratuita o            extemporánea: una significativa porción            de la mejor literatura —escrita antes o            ahora, aquí o en cualquier parte— no se            acomoda a los patrones de la            bestsellerización. En cambio, una            buena parte de los libros que se            publican hoy en el mundo y la mayoría de            los que encabezan las listas de títulos            más vendidos, poco tienen que ver con lo            que hasta ahora hemos venido            considerando como valores de lo            literario. 
                                 El proceso de            creación—comunicación—recepción de la            literatura como arte, ha sido puesto            patas arriba por las gerencias de ventas            de la industria del libro, que le            imponen —y obligan a operar con— la            misma clasificación de mercancía que a            cualquier producto, y publicitan un            discurso cuyos indicadores y enfoques            son ajenos a la naturaleza misma del            hecho literario.
                                 En cualquier caso está claro que la            meta del arte —a menos,            obviamente, que esté dirigido al            “consumidor”, a modo de mercancía—            es explicar al propio artista y a            aquellos que están a su alrededor para            qué vive el hombre, cuál es el            significado de su existencia. Explicar a            las gentes la razón de su presencia en            este planeta; o si no explicarla,            proponer al menos la pregunta.
                                 Aquí se formula —otra vez y con            insistencia— la interrogante sobre la            naturaleza del arte, el sentido de su            existencia, y los peligros que lo            acechan desde los centros de poder            económico, político, militar, religioso,            legal... En términos de literatura,            mercado y legitimación cultural, la            obviedad, subrayada por                       Tarkovsky,            es que un arte dirigido al            “consumidor”, a modo de mercancía,            no es un arte legítimo.
                                 Me permito el comentario de uno de los            grandes best-seller de los            últimos 20 años, y unas citas más —no            referidas.
                                 Entre el 9 de septiembre de 1981 y el 28            de diciembre de 1985, Stephen King            escribió en Bangor, Maine, Nueva            Inglaterra, EE.UU., las casi 1000            páginas de su más ambiciosa novela:           It (Eso). Publicada en            1986, It encabezó todas las            listas de libros más vendidos y            permaneció en ellas durante nueve meses.            En algún momento de la escritura de la            novela, S.K. se sintió tentado a dar su            punto de vista y formular su idea de la            literatura dirigida al consumidor,           a modo de mercancía. Para            ello echa mano a un recurso no nuevo,            pero eficaz: introduce en la trama de la            novela la poética que la sustenta.           
                                 En la página 114 de It, Bill            Denbroungh, el personaje protagónico,            se toma una licencia, lo cual viene            a tono pues ha recibido una misteriosa            llamada en Londres. La llamada viene de            Derry (Maine, NI., EE. UU.) y es de un            amigo de la infancia a quien Bill ha            olvidado. B.D. es escritor y guionista            de cine —un escritor y guionista de            éxito que escribe para sus consumidores            las mismas historias de terror,            literalmente las mismas, que S.K. nos            está contando a nosotros, sus            consumidores: Bill es el alter ego            de Stephen. 
                                 Y dos páginas después todo está            preparado para que S.K. se tome su            licencia: He aquí un pobre muchacho            del estado de Maine, que va a la            universidad gracias a una beca. Durante            toda su vida ha querido ser escritor...,            por lo que se inscribe en un Seminario            de Literatura Creativa. En una de las            sesiones el instructor le pregunta:
                                 —¿Te parece que William Faulkner no            hacía otra cosa que contar cuentos?            ¿Te parece que a Shakespeare solo le            interesaba hacer plata? Vamos,            Bill, dinos qué opinas.
                                            Después de una pausa en la que estudia            honradamente la pregunta, Bill contesta:
                                 —Opino que eso está bastante cerca de            la verdad.
                                 Unos días después B. D. escribe otro            cuento, el instructor se lo devuelve con            dos palabras: Basura, es una;            Mierda, es la otra. B.D. envía su            cuento a una revista que por lo que            Bill puede apreciar debería llamarse           Mujeres desnudas con cara de            drogadictas y queda asombrado y en la            gloria cuando el gerente de Corbata            blanca lo compra en 200 dólares..,            ¡200 dólares!
                                 Bill, que es un personaje de veras            seductor y no está para amargarse ni            para amargarnos la vida con preguntas            sobre el significado de la existencia,            sale pitando: de todas partes y, para            empezar, del Seminario de Literatura            Creativa. Le deja una nota de renuncia,            bien explícita, al instructor.
                                            Tres días después vuelve, por            correspondencia, su nota de renuncia...            el instructor ha escrito: ¿Usted cree            que el dinero demuestra algo,            Denbroungh?
                                 —Bueno, sí, en realidad —dice            Bill Denbroungh a su departamento vacío.
                                 Seré honesto: de ese Seminario de            Literatura Creativa, tal como lo pinta                                 Stephen            King, yo también hubiese salido pitando,            como de muchos de los talleres,            tertulias y otros espacios literarios            que he debido sufrir en mi formación            como escritor. Y aunque el espíritu de            época aconseja fingir, seré honesto            hasta el final: yo me dejé seducir. Como            en aquel largo poema de Fayad Jamís            Recordando una lectura de La primavera            ha muerto, en que el sujeto lírico            se queda solo con su voz y fuma y            recuerda un título poco original y sobre            todo cursi que lo ha seducido, yo leí            sin parar las casi imposibles 997            páginas de It.
                                 Confieso también, aquí, ahora: no pude            menos que disfrutar el momento en que            todo Derry estalla y el autor, oculto            detrás de alguien, grita para celebrar            su triunfo: ¡Steven Spilberg, muérete de            envidia!, lo cual leí visualizando un            acto de justicia, después que los            managers del cine, la televisión, el            vídeo, los efectos especiales, la            digitalización y toda la virtualidad de            la era electrónica pos, convirtieron el            arte y con él la escritura en un            producto enlatado y/o un frío ejercicio            de laboratorio.
                                 No conozco a Stephen King, nunca he            visto a esa persona. La foto de            contraportada lo muestra en un traje            claro, apoyado en un auto antiguo: un            hombre todavía joven que se deja            retratar sobre el fondo de una ciudad            que parece agradable. Pero —si es verdad            que— a un escritor se le juzga por sus            libros, leyendo It puedo imaginar            a qué apuesta. 
                                 En el mismo revelador fragmento de que            he venido hablando, cuando Bill            Denbroungh tiene que regresar al antiguo            terror desde un tiempo en el que está a            gusto y ama a la mujer con la que se            había casado por amor, a la que todavía            amaba. Trató de ver a través de sus            ojos, para averiguar qué sabía ella.            Trató de verlo como si fuera un cuento.            Podía, pero era un cuento que jamás se            vendería. Stephen King nos revela            otra vez su clave: él puede escribir ese            otro cuento, proponer esa otra pregunta,            pero no se vendería.
                                 He ahí el escándalo, diría Kundera: S.K.            puede —o nos hace pensar que puede—            crear literatura, en cambio elige            producir mercancía, se sabe obligado a           Eso para vender. 
                                 Yo me dejé seducir y después casi me            tuerzo de dolor. Stephen King es,            volviendo a la Alejandría de Cavafy y de            esa Biblioteca perdurable más allá de            sus cenizas (serán cenizas, mas            tendrán sentido/ polvo serán, mas polvo            enamorado, dicta Quevedo) un            escritor que tiene ante sí la seguridad            de vender toda su edición y ediciones            subsecuentes, influido por la venta            futura, que (con plena conciencia,            pues escribe en Maine, N.I., EE.UU.,            sociedad posindustrial, posmoderna,            posescritural, meca del marketing y de            la imagen en movimiento, cuna de la            globalización, la integración            informativa, la uniformación cultural y            base de operaciones del dinero) sabe            cómo piensa, qué le gusta y qué ha de            comprar el público y no tiene            reparos en escribir un libro,            obviamente, dirigido al consumidor,            a modo de mercancía.
                                 Por suerte para ese lector inocente —que            alguna vez todos nos dejamos ser— S. K.            juega un juego más o menos limpio: uno            sabe qué compra, paga su precio y el            producto es lo que uno pagó, lo que su            anuncio promete. Nada de más, nada de            menos: un producto bien preparado, con            los ingredientes necesarios para cobrar            el 18 por ciento del precio de tapa y            tener la seguridad, o al menos la            probabilidad, de vender toda su edición            y quizás ediciones subsecuentes.            Obligado a vender, S. K. elige su juego,            lo juega bien, y gana con cierta            elegancia las apuestas.
                                 Otra cosa ocurre cuando el fantasma de            las ventas se aparece con una capa            prestada.
                                
         II
                                 La literatura cubana disfruta de un            merecido reconocimiento internacional            que, por la naturaleza misma del            quehacer literario, adquiere su mayor            fuerza en los espacios culturales y el            mundo editorial del idioma español. Es            un reconocimiento a los aportes de una            tradición histórica breve, pero ya            fecunda; y es también una creciente            inquietud por llegar a tiempo al examen            y validación —en otros circuitos— de un            movimiento que se quiere renovador y por            lo mismo dialoga con y contradice a esta            y otras tradiciones.
                                 Una época de boom(cito).                       Eso viene significando para la            literatura cubana, en particular para su            narrativa, la búsqueda emprendida desde            el inicio de los años 90. Y siempre se            agradece que una literatura pueda contar            no solo con una suma de buenas obras            sino, además, con ciertos libros de            éxito. Pero sobre las características de            este citado boom, las obras que            lo conforman, los entusiasmos que            despierta, los mecanismos que actúan            detrás, las líneas de pensamiento que lo            promueven, sus pro y sus contra, también            convendría meditar con serenidad.            
                                 No pretendo agotar el tema, ni siquiera            explorarlo en sus múltiples aristas, sí            quiero presentar uno de esos problemas            que ya se hace imprescindible abordar,            más allá de su significado inmediato.
                                 Es este, como digo arriba, un            reconocimiento merecido. Por su            elaboración formal, su riqueza            semántica, la variedad de sus puntos de            enunciación, su diversidad            ideo-temática, su persistencia en la            conflictividad, la literatura cubana se            sitúa legítimamente entre lo más            significativo que se crea hoy en el            campo literario del idioma, y puede            llegar a considerarse un conformador de            importancia dentro de la literatura de            entre siglos en el espacio cultural al            cual pertenecemos y que llamamos            Occidente.
                                 Lo actual en arte —Perogrullo— no es            solo lo que se está creando ahora mismo,            en la simultaneidad de un tiempo real            que la virtualidad al uso agota con            denuedo. Aunque la tradición de lo nuevo            —instaurada por las vanguardias como            valor intrínseco del arte— y su búsqueda            a cualquier precio —incluido el efecto            efímero de la moda— se haya acelerado            tanto (la renovación no se busca solo de            generación en generación, sino casi es            de buen gusto que cada año aparezcan            tendencias innovadoras, aún cuando en            teoría lo nuevo ya no represente por sí            mismo un valor) lo actual en arte es            también y con mucho, todas aquellas            obras cuya recepción en otro espacio            histórico-concreto genera lecturas            cambiantes, que sintonizan con el            espíritu de la época.
                                 Esas obras —actuales, aunque no escritas            ahora mismo— importan mucho en el modo            de recepción y la evaluación que se hace            del estado de una literatura. Las            relecturas del pasado, sus nuevas            jerarquías, se realizan siempre desde            los intereses de las élites literarias            del presente. Son releídas muchas veces            estas obras como anunciaciones, o tienen            el valor añadido de ser no únicamente            nuevas —en el sentido de actualidad que            le hemos venido dando al término—, sino            previamente legitimadas, casi siempre,            por lecturas sucesivas de otras épocas            o/y otros sitios, y arrastran consigo el            prestigio de lo ya legitimado, clásico o            en camino de convenirse en tal.
                                 Una buena parte de la literatura cubana            que se reconoce, estudia, y promueve            internacionalmente forma parte de lo que            el fin de siglo de la Isla ya consideró            legitimado o clásico para el siglo XX.            Pensemos en Alejo Carpentier o Nicolás            Guillén, José Lezama Lima o Virgilio            Piñera, Dulce María Loynaz o Eliseo            Diego. Sus aportes en el campo literario            cubano son tantos y su prestigio es tan            sólido que, necesariamente, irradian más            allá de las fronteras nacionales. Y como            esos aportes y ese prestigio se            sostienen en una obra literaria            meritoria, su legitimación en otros            espacios se realiza como un proceso            natural. 
                                 Pero la literatura del siglo XX cubano            —de su segunda mitad y actual en este            puente de milenios— es, por supuesto,            mucho más que seis, diez o doce nombres            memorables.            
                                 Repasemos las obras acumuladas de José            Soler Puig, Roberto Fernández Retamar,            Fina García Marruz, Cintio Vitier,            Onelio Jorge Cardoso, Samuel Feijóo,            Dora Alonso, Abelardo Estorino, Jesús            Orta Ruíz, Ezequiel Vieta, Carilda            Oliver Labra, Fayad Jamís, Lisandro            Otero, Pablo Armando Fernández, César            López, Miguel Barnet, Nancy Morejón,            Lina de Feria o Luis Rogelio Nogueras...            por citar solo autores de obras muy            visibles —y claro que me equivoco y            omito otros nombres— en zonas distintas            de esa literatura, que gozan de            reconocimiento en la Isla y más allá. Su            obra entra paso a paso y por caminos            diversos en los terrenos, móviles, pero            inevitables, de la historia literaria.           
                                 Repasemos también un momento en la            literatura de Lino Novás Calvo, Eugenio            Florit, Gastón Baquero, Enrique Labrador            Ruiz, Guillermo Cabrera Infante, Heberto            Padilla, Severo Sarduy, Antonio Benítez            Rojo y hasta en una zona de las obras de            Reinaldo Arenas y Jesús Díaz, autores            cubanos que mucho escribieron en la Isla            y se radicaron después en otros países,            y cuya producción literaria es apreciada            en Cuba —a veces a pesar de ellos            mismos— y reconocida también fuera del            país. La legitimidad de sus aportes            culturales no admite dudas.
                                 Sin embargo, una parte importante de esa            literatura cubana que se reconoce,            estudia y promueve internacionalmente            —escrita mucho más acá en el tiempo— no            genera los mismos consensos. Interesa            preguntarnos aquí, de manera particular,            por la validez de este segmento en el            todo de esa literatura mayor. Su            impacto, concordemos, obedece en parte            al hecho de situarse literariamente en            una tradición de las calidades que            destacamos antes, pero también en varios            autores y en una cada vez más alarmante            cantidad de títulos, a las sinuosidades            de ese otro destino —trazado a            contrapelo de sus esencias y por tanto            ilegítimo— que los mercaderes y los            malos políticos siempre tienen            desplegado y dispuesto para emboscar el            arte. 
                                 La literatura cubana actual —la que se            escribe ahora, aquí, allá y acullá—            merece ese reconocimiento, lo disfruta,            y a veces también lo padece. Es una            literatura valiosa, sí, pero cuyas obras            y autores representativos están todavía            por legitimar y jerarquizar desde la            literatura misma y no desde otras            instancias.
                                 El imponente ascenso de la creación            literaria al interior de Cuba en los            años 90, coincidió con una crisis sin            precedentes de la industria y el            comercio. El sistema editorial vio muy            afectada su base tecnológica, su            financiamiento y su abastecimiento            general de insumos, aunque la crisis            tuvo su mayor impacto en la capacidad de            la industria poligráfica para imprimir            libros. Lo que importa ahora a nuestro            análisis, sin embargo, es el resultado            que la crisis —derivada de la situación            general de la Isla, que hizo metástasis            a raíz del derrumbe de los gobiernos del            socialismo europeo y la intensificación            del asedio norteamericano— tuvo para el            proceso de            creación-comunicación-recepción de la            literatura cubana.
                                 Desde finales de los años 80 se escribía            en Cuba cada vez más y mejor literatura,            la vida literaria hervía, se cambiaba            una norma dominante. Pero a principios            de los años 90 —en el momento en que            todos esos manuscritos reclamaban ser            convertidos en libros para completar su            viaje feliz— la severidad de la crisis            impidió que el ciclo continuara            normalmente y las obras encontraran            salida a través de su espacio habitual,            las editoriales cubanas, y fueran leídas            por su receptor natural, el lector            cubano.
                                 Mucho se habló entonces sobre cuanto            influiría a la creación literaria, en el            corto y mediano plazo, el hecho de que            los autores perdieran el sostén de sus            instituciones legitimadoras y no se            comunicaran —palabra impresa mediante—            con su lector natural. Los nuevos            destinatarios de los libros escritos en            Cuba estaban casi siempre en otra parte:            Europa Occidental, América Latina,            EE.UU... o en cualquier lugar donde se            publicaran y/o distribuyeran los libros            cubanos, pero no aquí, no en la Isla.           
                                 Comenzaron a aparecer antologías y            selecciones pensadas para esos otros            destinatarios, hechas según lo que quizá            le gustaría leer a esos otros públicos.            Los editores y coeditores extranjeros            comenzaron a pedir también un tipo            específico de literatura, un estereotipo            construido desde lejos, una manera de            ver la realidad cubana, y más de una vez            los editores de acá —o escritores y            periodistas tentados a ser promotores y            antólogos— los complacieron satisfechos.
                                 La mayoría de los autores, a la hora de            escribir sus textos, intentó en            principio ignorar esa circunstancia            anómala o planteársela como una            situación transitoria, un problema más            de distribución, una trampa del mercado            del libro. Pero la realidad es concreta.            La nueva situación —unos cambios            impensables pocos años atrás, que            trastrocaban el sistema de referencias            de la vida nacional pública y privada—            se infiltró con rapidez en el ánimo de            los escritores, en el manejo cotidiano            de sus asuntos, y llegó también a su            literatura.
                                 Otros factores influyeron —y esquematizo            para entendernos. En lo ideológico y en            lo social, las realidades del día a día            en la Isla y el mundo —cronología y            sucesos largamente contados por ahí—; en            lo literario, la ruptura definitiva de            una norma más o menos dominante hasta            pocos años atrás y el reconocimiento            explícito de la diversidad como valor;            en lo promocional, más participación en            premios y concursos convocados desde el            exterior, invitaciones a eventos            —literarios o no— realizados en otros            países, presencia cada día mayor de            editores extranjeros a la caza de            originales valiosos, reseñas en la            prensa internacional sobre la literatura            cubana y sus autores preferidos. Todo            dibujado con un aura de prestigio dizque            bien ganado y, muchas veces, apoyado en            el necesario respiro económico que un            buen puñado de billetes convertibles            supone.
                                 La literatura escrita por cubanos            radicados en el exterior, por su parte,            parece haber carecido durante todos esos            años de verdaderos vehículos culturales            —editoriales y editores, revistas y            críticos, investigadores y libros de            ensayos, universidades y académicos— que            la legitimaran como un todo literario, o            como parte de esa literatura mayor que            tiene sus raíces en la Isla y ramas y            gajitos casi en cualquier zona del            planeta. Tampoco allí —o menos allí— los            escritores pudieron fundar, imponerse,            evadir las trampas de los mercaderes y            los malos políticos, para quienes la            literatura carece de utilidad o valor,            si no da dinero o partidarios.            
                                 El mundo literario cubano de fuera de la            Isla —¿diáspora, emigración, exilio?—            parece adquirir, entonces, significado,            valor literario, para la cultura cubana,            mediante las recepciones, disecciones y            valoraciones realizadas por escritores,            investigadores y críticos residentes en            la Isla, el primero de los cuales es            Ambrosio Fornet. Su entrada y su            participación en el boom(cito) es            más bien una jugada en el todo, y el            resultado de su acercamiento a la            tradición literaria de la Isla, por los            medios enunciados antes o/y por su            contradicción política, económica y/o            cultural con ella.
                                 Ahora cabe reiterar una pregunta cuya            respuesta casi todos los escritores y            críticos cubanos conocemos: ¿Por qué ese           thriller con aires            garciamarquianos —por otra parte,            aceptablemente escrito, como haría            Stephen King— que viene a ser el            Caracol beach de Eliseo Alberto,            obtuvo el Primer Premio Alfaguara de            novela? ¿Pero por qué una novela tan            evidentemente mala como Te di la vida            entera, de Zoé Valdés, se alza con            la primera mención del Premio Planeta y            publica de inicio 60 000 ejemplares en            esa editorial? o ¿por qué una novela            casi tan insostenible como la anterior —El            hambre, el hombre, la hembra, de            Daína Chaviano— recibió el Premio Azorín            y pasó a engordar el catálogo de libros            de esa propia editorial? Y lo que —para            mí— es pregunta más importante: ¿Por qué            Zoé Valdés, Daína Chaviano y hasta            Eliseo Alberto escriben esos y otros            libros que —quiero creer— saben            distantes de la literatura que en verdad            desearían escribir? ¿Por qué otros            autores cubanos —dentro y fuera del            país— se lanzan a escribir unos            productos tan obviamente dirigidos al            consumidor, a modo de mercancía? ¿Qué            los obliga a eso? Puedo encontrar            algunas respuestas con más rapidez de lo            que tecleo en el ordenador, pero            prefiero que tú, avezado lector, me            permitas esta vez solo formular las            preguntas.
                                 En un artículo publicado en una revista            mexicana —de cuyo nombre no logro            acordarme— Arturo Arango adelanta la            idea de que por ahí interesa más leer            sobre cómo se vive en Cuba que leer qué            se escribe en Cuba. Y es que esas            —imprecisamente— llamadas literaturas de            urgencia (malos panfletos, ni tan            literarios ni tan urgentes, pues varios            de esos autores sobrepromocionados, por            ejemplo, ya no logran imaginarse la vida            cubana después de la despenalización del            dólar, en 1993, y la crisis de los            balseros, en 1994), están por lo general            muy lejos de pasar de la epidermis            —bastante lastimada— del país y pocas            veces se adentran en lo que considero            que es —si no ha cambiado en estos años,            hasta hacerse otra— la sustancia misma            de la literatura y el arte: vidas            humanas en conflicto que intentan            encontrar sentido a su existencia en un            espacio estético.
                                 Quien haya (h)ojeado las páginas de            mucho de lo que ese afanoso mercado            exterior del libro quiere proponer y            jerarquizar como la literatura cubana de            ahora mismo, compartirá conmigo la duda            cardinal de cuáles intenciones animan            tales promociones. No literarias, está            claro: más bien parecen correrías contra            el tiempo de mercaderes que se mueven            sobre un horizonte móvil —muy alta venta            hoy, cotidiana, mañana estará en la            nada—, financiadas con un objetivo más            bien político que, por demás, parece un            empeño inútil —si no fuese tan bien            remunerado— de cara al consenso            social, la estabilidad política, y esa           pobreza irradiante que comparte            la mayoría de los ciudadanos del país            real.
                                 La poco entusiasta recepción que la            crítica realizada por varios cubanos en            el exterior hizo en principio de Tuyo            es el reino, la admirable novela de            Abilio Estévez publicada por Tusquets            —un éxito de venta, al mismo tiempo,            aunque sin galardones previos— resulta            también sospechosa. ¿Por qué? Acaso sea            solo por estar mejor escrita que las            otras. Acaso por vivir Abilio en La            Habana al momento de la publicación. El            hecho se repite con otros autores            residentes en la Isla. Supongo que el            tiempo —ese juez inapelable al que            solemos dejarlo todo, Diego dixit—            sitúe jerarquías verdaderas entre estas            y otras obras. Mientras tanto,            corresponde no acatar como dóciles            asistentes unas reglas del juego y unas            jerarquías que revelan intereses            espurios y se nutren de criterios            promocionales ajenos a la literatura            misma.
                                 Para los escritores de talento que            residen fuera de Cuba, hay en sus            alrededores mucha conflictividad que            cribar, estructural y cotidiana. Hay            también, por lo menos, un gran tema de            lo cubano: el viaje, la nostalgia, y            todos los temas universales que animan            cualquier literatura con intensidad de            vuelo, como ha sido, como es, la cubana.            Pero verifiquemos y expongamos de una            buena vez que entre toda la literatura            que se publica sobre Cuba, la más            intensa, la más verosímil, la que más            literariamente cuenta cómo se vive y            piensa en la Isla, se está escribiendo            ahora, aquí; y ante la falta de            evidencias que demuestren otra cosa, no            creo que esa relación cambie en los            próximos años.
                                 Confío en que aún seamos capaces —como            escritores— de evitar que la literatura            cubana se extravíe otra vez en senderos            extraliterarios —trampa ya habitual de            los mercaderes y los malos políticos— de            renovarnos desde dentro, como creadores            libres más allá de las presiones            cotidianas. Y que no cambiemos una            página y no introduzcamos un capítulo            para agradar a un editor, a un agente, a            un empresario, o sea, al Poder            —económico, político, cultural— de un            mercado que aunque a veces nos invita a            su mesa, nunca estará de este lado. Y            que no aceptemos como buena, obviedad de            las obviedades, ninguna literatura            fabricada de palabras vendidas.
                                 Advirtamos —como Octavio Paz en otro            agosto, el de 1955— que escribir,            quizás, no tiene más justificación que            tratar de contestar a esa pregunta que            un día nos hicimos y que, hasta no            recibir respuesta, no cesa de            aguijoneamos. Porque los grandes libros            —quiero decir, los libros necesarios—            son aquellos que logran responder a las            preguntas que, oscuramente y sin            formularlas del todo, se hace el resto            de los hombres.