Jinete en la tormenta
Gerardo Monroy
erathora@gmail.com
In memoriam A.J.
Tú y yo lo conocíamos,
no tenía el deseo de morir, ni la necesidad ni el deber de morir,
era como nosotros o mejor que nosotros:
un hombre entre los hombres, alguien que día a día hizo lo suyo:
reflejar el mundo,
amar a la mujer, intimar con el hombre,
dar cuerda a su reloj,
transfigurar el mundo.
Enrique Lihn: Hoy murió Carlos Faz
no tenía el deseo de morir, ni la necesidad ni el deber de morir,
era como nosotros o mejor que nosotros:
un hombre entre los hombres, alguien que día a día hizo lo suyo:
reflejar el mundo,
amar a la mujer, intimar con el hombre,
dar cuerda a su reloj,
transfigurar el mundo.
Enrique Lihn: Hoy murió Carlos Faz
En la primera mitad de la década de los 90, la estación XHMP (Estelar 95, 95.5 de FM), perteneciente a Grupo Radio Estéreo Mayrán (Grem), difundía las noches de cada jueves un programa de rock titulado Jinetes en la tormenta. La raíz gruesa y profunda de la voz del locutor emergía de pronto como inquietante contrapunto de la actitud desenfadada, tranquila y sin embargo un tanto irónica, con que vertía agudos comentarios acerca de la obra de los músicos.
El locutor se llamaba Antonio Jáquez. Era corresponsal de la revista Proceso en Torreón.
Mis amigos y yo teníamos 15 años. Cumplimos esa edad como hijos de la burguesía. Comenzaba nuestra adicción por el alcohol y la nicotina, que a la postre resultará mortal. Buscábamos las fiestas donde se presintiera la violencia. Cuando los demás, amigos o enemigos, se marchaban y cada quien volvía sin compañía al cuarto, lloronamente nos sentíamos ‘incomprendidos’ —y lo éramos, en primer lugar por nosotros mismos, incapaces de criticar nuestra circunstancia y nuestra inercia frente a la circunstancia. Lo más ridículo era que, en el fondo, nos envanecía ese sentimiento de incomprensión; ser un ‘incomprendido’ quiere decir que uno posee un secreto, un ‘lenguaje especial’ del que no cualquiera puede comprar la llave.
Entonces como ahora, las estaciones de radio de la Comarca Lagunera eran miserablemente aburridas. Era imposible oír otra cosa aparte de las tonadillas falderas de los chicos guapos de Televisa, que —por motivos que nunca conseguiré desentrañar— liberaban la euforia de las chavas del colegio. Cuando en algún lado pasaban de milagro algo de rock, la ‘variedad’ se reducía a despertar los domingos con Hotel California de Eagles, Every breath you take de Police, algo de Creedence, Beatles, muy poco de los Rolling y casi nada más. Pero Antonio Jáquez, un individuo curioso, insatisfecho, que necesitaba carnalmente indagar hasta en los más diminutos detalles de las existencias, también quería saber qué era lo que estaban oyendo: lo que estaban sintiendo los jóvenes aquí y en otras partes del mundo.
Como Antonio (nacido en 1952) fue rockero desde muy temprano, las partes del mundo que más le interesaban eran las dos patrias del rock, donde esta música nació y donde existe una conciencia más desarrollada de sus posibilidades: Estados Unidos e Inglaterra. Era así pues que Jáquez se abarrotaba de revistas y discos de aquellos países, saboreaba la música —más bien la tragaba— y luego la incluía en su programa. Fue en Jinetes en la tormenta donde los oyentes conocimos, antes que nadie en la Laguna, a los grupos de grunge que después se volvieron famosos, como Nirvana, Pearl Jam y Soundgarden; llegamos simultáneamente al shoegazing de My Bloody Valentine, Slowdive y Catherine Wheel; nos introdujo en el britpop de Suede; en el madchester de The Stone Roses, Happy Mondays, James e Inspiral Carpets; oímos a Manic Street Preachers, Lush, Transvision Vamp, Cranes, Curve y grupos mucho más oscuros a los que nos costó horas y horas de escucha ‘agarrarles el gusto’. Ciertamente, hoy los Manic, Cranes y demás conjuntos que he mencionado disfrutan de fama y fortuna; pero, en la primera parte de los 90, la densidad de las guitarras, su afición desmedida por los efectos transformadores, la ‘cortina de sonido’ que creaban no era del gusto de todos, ni siquiera dentro de la comunidad rockera. Para los metaleros y los punk, por ejemplo, que creían tener los pies bien firmes sobre la tierra, aquella cosa parecía demasiado etérea y lánguida. Para otros, por el contrario, era puro ruido y casi nada de verdadera música.
Antonio se deleitaba hurgando bajo lo subterrestre, pero también era perfectamente capaz de disfrutar sin complejos a ciertos grupos de la mainstream, como Guns n' Roses (nos encantaban cuando sacaron el volumen doble de Use your illusion, aunque hoy nos avergüence recordarlo), Metallica, R.E.M., The Cure (desde entonces mi banda favorita) e incluso Tears for Fears y Erasure. También U2, cuando hacían experimentos con Brian Eno y Daniel Lanois. U2, los muertos; hace no mucho, Bono —esa pésima copia de John Lennon— escribió el prólogo de un libro de Jeffrey Sachs; habría sido divertido ver a Jáquez pitorrearse del cantante.
La radio de nuestra región vivió en los 90 un breve despertar. Estaciones como la gubernamental Radio Torreón (XHTOR, 96.3 de FM) y el 100.3 de FM, de Multimundo (XHEN), se mostraron dispuestas a arriesgarse con proposiciones originales, ‘alternativas’ (una palabra muy utilizada en la década). Junto al programa de Jáquez, lo más interesante fue Rock en el ozono, donde se programaba rock en español; el conductor era Adolfo Calderón y Radio Torreón la estación difusora.
Tengo un amigo, Arnulfo De La Torre, que no se perdía una sola de las emisiones de Jinetes en la tormenta. Con su raquítico sueldo de mesero, compraba los discos que el locutor recomendaba; llamaba por teléfono a la cabina cada jueves; siempre nos decía: “cómo me gustaría conocer a ese cabrón”. Cuando se enteró de que Proceso trasladaría al reportero a Monterrey —lo cual implicaba la desaparición de Jinetes—, Arnulfo, ni tardo ni perezoso, llamó al programa para preguntarle al locutor si podía entrevistarse con él; Jáquez, detrás de su mordacidad y autosuficiencia, era un tipo campechano y asequible y aceptó de buena gana conocer en persona al joven fan. Arnulfo nos pidió a mí y a otro amigo, Allan Mattox, que lo acompañáramos a ver al célebre periodista.
Tomamos unas cervezas cerca de las instalaciones de Grem. Fue el emocionado Arnulfo quien pagó; sé que este gesto provocó cierta ternura en Jáquez y sus acompañantes. Jáquez nos invitó a su casa, en la Ampliación Los Ángeles. Su habitación parecía la de alguien mucho más joven, repleta de discos, revistas y libros. Las paredes yacían cubiertas de pósters de grupos. Me llamó la atención que una de las imágenes representara a ¡Madonna! (los adolescentes laguneros que nos sentíamos rockers no consentíamos la alusión más remota a la diva; así de ridículos éramos).
Sin embargo, el cartel de mayores dimensiones lo constituía una foto de Jim Morrison, el vocalista de The Doors, joven, los labios llenos de sexualidad, con el pecho desnudo, los brazos extendidos y la mirada fija en quien volteara a verlo. Tan rígidamente serio que tenía que haber una ironía dentro. La imagen de Morrison conmovió a Jáquez toda su vida. Era una de las canciones más potentes de los Doors la que daba título a su programa.
Háblamos de política —o, mejor dicho, él habló de política, y nosotros tan sólo preguntábamos, porque de aquello no sabíamos nada y antes de estar con él tampoco nos interesaba; pero preguntábamos sin cesar, porque hablar con Antonio Jáquez de ese tema era como despertar a un mundo horrible y, por horrible, desafiante; un bosque enmarañado que, por dignidad, teníamos que terminar de cruzar. Hablamos de periodismo: en esos días, Antonio había narrado en Proceso, o estaba por hacerlo, la soterrada relación entre el EZLN de Chiapas y los movimientos radicales socialistas-cristianos de la Comarca Lagunera en los 70 y 80; también en esos días escribió Jáquez para Proceso el reportaje que imprimió para siempre sobre Raúl Salinas de Gortari el mote de “hermano incómodo”. Hablamos de literatura; a Antonio le gustaba recordar episodios de novelas rusas, versos de Borges, citas de Wilde...
Pero sobre todo hablamos de música. Antonio trataba de mantener su frescura e imperturbabilidad, encendía el estéreo y decía como al descuido: “ahora les voy a poner esto”. Y sonreía, previendo que casi cualquiera de sus discos sería una sorpresa y una extrañeza para nosotros. Él podía desenvolverse con tanta impavidez como quisiera, pero en el fondo de la voz y de los ojos le temblaba la alegría, y aunque se comportara jovial e irreverente, nosotros nos hundíamos en el sofá para escuchar sus bromas con desconcierto, y quizá con un tímido silencio. Luego volvíamos a hablar de música. Y también nos callamos cuando oímos la música.