Si me voy este otoño
entiérrame bajo el oro pequeño de los trigos,
en el campo,
para seguir cantando a la intemperie.
No amortajes mi cuerpo.
No me escondas en tumbas de granito.
Mi alma ha sido un golpe de tempestad,
un grito abierto en canal,
un magnífico semental
que embarazó a la palabra con los ecos de Dios,
y no quiero rondar, tiritando,
mi futuro hogar,
mientras la nieve acumula
con ademán piadoso
sus copos a mis pies.
Yo quiero que la boca del agua
me exorcise el espíritu,
que me bautice el viento,
que me envuelva en su sábana cálida la tierra
si me voy este otoño.
Hace unos días intentaba, con mi mala memoria, recordar ciertas palabras, ciertos versos. Como de mi concentración no conseguía nada, busqué el poema en internet, aproximándome a la frase original a través de mis imperfectos tanteos. Ese azar dispuso que me enterara de la muerte de Enriqueta Ochoa, aunque varios días habían pasado desde el triste suceso. No fue una noticia que acaparara las primeras planas de los periódicos, aunque ella fue la mejor poeta mexicana de nuestros tiempos. Digo “la mejor poeta” deseando no pensar en las categorías de “hombres” por un lado y “mujeres” por otro: Enriqueta es la mejor, independientemente de su género sexual e independientemente de que haya nacido torreonense.
En un artículo reciente de la revista Cultura de Veracruz escribí: “Ella es una de las poetas que verdaderamente podemos llamar así, poeta, sin abusar de la palabra. Un día, cuando aprendamos a leer sin los prejuicios de las celebridades y las literaturas, descubriremos que antes que Octavio Paz, que Rosario Castellanos, que cualquier otro desde Gorostiza, fue Enriqueta Ochoa la poeta mexicana más extensa y más urgente”. Perdónenme por el mal gusto de citarme a mí mismo. Aquí finaliza la cita.
Repito que su poesía es más arrebatada y desbordante que la de Rosario Castellanos, más sostenida y vigorosa que la de Octavio Paz; y estoy diciendo a dos autores —Castellanos, Paz— a los que acudo una y otra vez, a los que suelo leer, que me conmueven, que son queridos por mí. Pero Enriqueta tiene una imaginación más ávida de una dimensión sobrenatural; su lengua poética vibra e indaga en la negrura humana con serpenteos mucho más atrevidos, más curiosos, y es dadora de versos mucho más inquietantes que los de ningún otro poeta mexicano —hombre o mujer, norestense o sureño, enano o gigante— de la segunda mitad del siglo XX.
Pero no quiero ser mezquino, y trazando comparaciones uno se vuelve inevitablemente mezquino. Lo que me cae mal es que sus poemas no se lean con la misma asiduidad que los de autores que no están por encima de ella.
Y sin embargo, gracias —tal vez— a esta ignorancia, su partida fue más discreta, y eso está bien; debe de ser odioso morir en medio de los reflectores de la televisión, como le ocurrió a Paz. Enriqueta se fue al final del otoño, como presentía que iba a pasar. El campo, el agua, el viento, van a recibirla con dulce modestia, bajo la fiesta viva de los pequeños trigos. Después de todo, no es la muerte lo que debe de ser una noticia; sino la vida, la perenne vida.
viernes, diciembre 12, 2008
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4 comentarios:
Yo la conocì demasiado tarde, pero cuando sucediò, fue un hermoso descubrimiento.
Què bonito post :)
Erat
Bello poema de Doña Enriqueta, recientemente fallecida y realmente, poco conocida.
Saludos
Hola Erat,
Que curiosidad por esta mujer... que pena no haber leido hasta ahora un libro de ella.
Saludos
Hola Erat,
Sí es triste que las letras limiten su camino a falta de un publirelacionista, porque vivimos una época en que la publicidad y las relaciones públicas deciden el talento que se estampa (ejemplo más chafo y claro: Editorial Diana publicó un libro de ¡¡¡Niurka!!!) Ojalá puedas pasarnos títulos de libros, reseñas o poemas sueltos de Doña Enriqueta.
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