jueves, septiembre 13, 2007

La verdadera muerte de un Presidente

Gabriel García Márquez
TeleSur
11 de septiembre de 2007

A la hora de la batalla final, con el país a merced de las fuerzas desencadenadas de la subversión, Salvador Allende continuó aferrado a la legalidad.

La contradicción más dramática de su vida fue ser, al mismo tiempo, enemigo congénito de la violencia y revolucionario apasionado, y él creía haberla resuelto con la hipótesis de que las condiciones de Chile permitían una evolución pacífica hacia el socialismo dentro de la legalidad burguesa.

La experiencia le enseñó demasiado tarde que no se puede cambiar un sistema desde el gobierno, sino desde el poder.

Esa comprobación tardía debió ser la fuerza que lo impulsó a resistir hasta la muerte en los escombros en llamas de una casa que ni siquiera era la suya, una mansión sombría que un arquitecto italiano construyó para fábrica de dinero y terminó convertida en el refugio de un Presidente sin poder.

Resistió durante seis horas con una metralleta que le había regalado Fidel Castro y que fue la primera arma de fuego que Salvador Allende disparó jamás.

El periodista Augusto Olivares, que resistió a su lado hasta el final, fue herido varias veces y murió desangrándose en la asistencia pública.

Hacia las cuatro de la tarde el general de división Javier Palacios logró llegar hasta el segundo piso, con su ayudante el capitán Gallardo y un grupo de oficiales. Allí, entre las falsas poltronas Luis XV y los floreros de Dragones Chinos y los cuadros de Rugendas del salón rojo, Salvador Allende los estaba esperando. Llevaba en la cabeza un casco de minero y estaba en mangas de camisa, sin corbata y con la ropa sucia de sangre. Tenía la metralleta en la mano.

Allende conocía al general Palacios. Pocos días antes le había dicho a Augusto Olivares que aquel era un hombre peligroso, que mantenía contactos estrechos con la Embajada de los EE.UU. Tan pronto como lo vio aparecer en la escalera, Allende le gritó: "Traidor", y lo hirió en la mano.

Allende murió en un intercambio de disparos con esa patrulla. Luego todos los oficiales en un rito de casta, dispararon sobre el cuerpo. Por último un oficial le destrozó la cara con la culata del fusil.

La foto existe: la hizo el fotógrafo Juan Enrique Lira, del periódico El Mercurio, el único a quien se permitió retratar el cadáver. Estaba tan desfigurado, que a la Sra. Hortensia Allende, su esposa, le mostraron el cuerpo en el ataúd, pero no permitieron que le descubriera la cara.

Había cumplido 64 en el julio anterior y era un Leo perfecto: tenaz, decidido e imprevisible.

Lo que piensa Allende sólo lo sabe Allende, me había dicho uno de sus ministros. Amaba la vida, amaba las flores y los perros, y era de una galantería un poco a la antigua, con esquela perfumadas y encuentros furtivos.

Su virtud mayor fue la consecuencia, pero el destino le deparó la rara y trágica grandeza de morir defendiendo a bala el mamarracho anacrónico del derecho burgués, defendiendo una Corte Suprema de Justicia que lo había repudiado y había de legitimar a sus asesinos, defendiendo un Congreso miserable que lo había declarado ilegítimo pero que había de sucumbir complacido ante la voluntad de los usurpadores, defendiendo la voluntad de los partidos de la oposición que habían vendido su alma al fascismo, defendiendo toda la parafernalia apolillada de un sistema de mierda que él se había propuesto aniquilar sin disparar un tiro.

El drama ocurrió en Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo que nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo, que se quedó en nuestras vidas para siempre.

Para oír: últimas palabras de Allende

Las últimas palabras públicas del presidente chileno Salvador Allende, transmitidas por Radio Magallanes a las 09:10 hrs del 11 de septiembre de 1973.En YouTube

Salvador Allende

Salvador Allende Gossens (Valparaíso, 26 de junio de 1908 - Santiago, 11 de septiembre de 1973), presidente de Chile del 3 de noviembre de 1970 al 11 de septiembre de 1973.

domingo, septiembre 09, 2007

Domingo soleado

Por: Eratóstenes Horamarcada

Hace dos meses, el crítico de cine Rafael Lemus hizo en la revista Día Siete, que distribuye el periódico El Universal, varias observaciones a una película... que no ha visto. Una película que desea ver, con toda su alma; pero a la cual, como a un seductor fuego, teme acercarse. Igual que a Octavio Paz la memoria de los dioses, el cine de Michael Moore despierta en Lemus fascinación y, al mismo tiempo, repugnancia. Pavor y amor. Estoy exagerando; amor no es, definitivamente, y sí, en cambio, indigestión. Pero es una indigestión que le produce a Lemus un chile del que su paladar no puede ni quiere privarse. Pueden leer, tras el vínculo, "El señor Michael Moore"; como luego pasa que los textos que uno cita desaparecen, me he atrevido a copiarlo acá. Por supuesto, retiraré de mi blog el artículo si "el señor Rafael Lemus" me pide hacerlo así.


Es tan absurdo el texto sobre Moore que tengo que consignar mi extrañamiento. A continuación, transcribo, entre comillas, algunos fragmentos del artículo, a los que siguen mis respuestas.

Rafa comienza con esta rara perla:

"El Hollywood clásico, con su pudor y sabiduría..."

¿Pudor? ¿Sabiduría? No, Rafa: Hollywood no vendía menos mierda ayer que hoy, lo que pasa es que ni tú ni yo ni nadie nos atrevemos a admitirlo. ¿Quién osaría levantar la voz ante Lo que el viento se llevó?

"... su abultada figura, su barata gorra, sus cochinos tenis..."

Si un día alguno de mis cuatro lectores visita la redacción de Día Siete, reconocerá a Rafa de inmediato: es el tipo de levita y bombín que hace girar con destreza un bastón mientras camina.

"... despachar a Moore con el argumento de que el suyo es un caso de interés exclusivamente estadounidense..."

Un "caso de interés". Los correctores de estilo contemporáneos del "Hollywood clásico", ¿habrían sido tan indulgentes con Lemus como éste lo es consigo?

"Estamos acabados..."

El único que está acabado eres tú, Rafa. El resto del planeta no te acompaña en tu desgracia.

"... todo lo gringo, incluyendo sus esquemáticos documentales, son asunto nuestro..."

Molestias innecesarias que se toma Rafiña (¿o es Rapiña?): podría ser más feliz si no se ocupara del botijón Moore. Otra cosa es que Día Siete lo obligue a ver lo que, aparentemente, no quiere ver.

"... un domingo odioso, caminaremos anestesiados hasta el cine..."

Lemus (¿o lémur?) no ha visto la película, pero está que se caga por despotricar en contra de ese hombretón obeso que en mala hora invadió los territorios de la mente lemusiana. Maldice de antemano hasta el día en que, anestesiado... (Qué sustancias te compras con lo que te paga Día Siete, mi buen Rafa.)

"... la atroz noticia de que Moore ya trabaja dos nuevos documentales..."

La atroz noticia es que Día Siete no le paga a Rafa por trabajar. Otros dirían que Moore "trabaja en dos documentales". Pero redactar cansa. Que otros se molesten en hacerlo.

"Todavía no nace el valiente que mire al señor Moore y diga: “Ah, mira, un señor inteligente”."

Los valientes, si ven pasar a Lemus, dicen: “¡Ah, mira, un señor Rafa!”

A propósito, me gustaría que el público lector reparara en otras dos obsesiones de Lemus, al lado de lo que sufre por Moore: tales obsesiones son la inteligencia y la palabra “señor”. Diría que Rafa es un tipo (que quisiera ser un señor) preocupado por la incertidumbre de no ser más inteligente que aquellos a quienes critica.

"Puede decirse esto y aquello sobre su ordinario temperamento..."

O puede no decirse. Insisto: el masoquista de marras tortura su pequeña mente en vano. En cuanto a su temperamento, no cabe duda, debe ser extraordinario.

"... nadie puede afirmar, no sin risas, que el tipo sea una lumbrera. No lo es."

Nadie, no sin risas, no lo es. Que quede claro.

"... sus documentales distan mucho de ser sabios."

La auténtica sabiduría sólo puede adquirirse repasando viejas cintas del Hollywood clásico.

La parte de "imposible esto, imposible lo otro", nos la saltamos; imposible no compadecer al célebre y mimado articulista cuando no deja de flagelarse viendo lo que dice que no quiere ver, quizá con culposa conciencia por consumir sustancias anestesiantes (leer cualquiera de tus libros produce el mismo efecto, Rafiña).

"... disparar contra George W. Bush, el blanco más sencillo..."

Intelectualoides del mundo postcomunista, uníos: cesen vuestras críticas a Bush. ¿No ven que es el blanco (y anglosajón y protestante) más sencillo? Tírenle a izquierdistas difíciles, disparen a la dura piel de Moore: será hacer blanco en un elefante.

"... y mirar cómo el dardo termina volviéndose contra uno mismo..."

Lo vemos, Rafiña, lo vemos.

"Yo, Michael Moore. ¿Quién? Un chico como tú… pero poderoso."

Nada que pudiera aplicarse a compadres de Rafiña como Mario Vargas Llosa, the boy next door.

"Uno estaría tonto si demandara documentales objetivos, desapasionados."

Rafa, que cree no ser tonto, demanda lo que no demanda, sólo que así queda mal hasta con lo que queda bien.

"Es imposible la imparcialidad..."

Menuda vida la tuya con tantos imposibles, tío. Ya veo qué es lo que tanto te amarga.

"Ser un bribón no es cosa grave..."

¡Hasta te dan columna en Día Siete!

"... una imagen idílica de, digamos, Irak (niños que vuelan sus cometas, adultos que sonríen, multitudes cándidas) y en seguida el vicioso rostro de Bush..."

No recuerdo que esta secuencia aparezca en ninguna película del caballero de la abultada figura, tampoco sé cuál es el vicio que anestesia a Bush, pero Moore no podría hoy repetir en Irak la filmación de "niños que vuelan sus cometas", "adultos que sonríen" o "multitudes cándidas". La invasión norteamericana ha destrozado para siempre aquel mundo. Ah, pero es que a Bush no debe criticársele. Sería demasiado sencillo. Al menos para una "lumbrera" como Rafa. Por eso no se toma tan despreciable molestia. Y el que sí lo haga, es un bribón sin gracia. Advertidos quedáis.

"Incluso los más entusiastas deben aceptar... Bla, bla, bla..."

Lemus dedica la integridad de su postrer párrafo (o parrafada) a calificar como ínfimas las películas de Moore. Y si alguien le pregunta por qué, la respuesta es: porque yo lo digo. ¿Quién? Yo, Rafael Lemus. ¿Quién? Un chico como tú, pero poderoso (publico en Letras Libres). Moore no es Orson Welles y esto molesta a Rafa. No es Sergei Eisenstein y Rafa restriega los dientes. No es Leni Riefenstahl y Rafiña echa espuma por la boca, truena, vierte su torva alma en balbuceos: ¿qué es lo que demanda nuestro reseñado reseñista? Ni él mismo lo sabe. Puede que el viejo Lemus no pretenda ya nada. Lo único claro en su oscuro texto es que no soportaría presenciar más críticas a Bush. Al borde del colapso nervioso, se enoja porque la Tierra gira, porque camina entre lodo, porque lo rodean el cielo y el agua: lo que le molesta --confiesa en una breve y casi conmovedora explosión hollywoodyallenesca-- es que llueva, y que sea domingo, y que haga frío y su corazón esté solo, bien lejos ya de aquel público lector en el que badulaques como Enrique Krauze, Guillermo Sheridan o el mismo Rafael Lemus pretendieron influir para que nadie se opusiera a George Bush, a Felipe Calderón, a Emilio Azcárraga. Los amos (de Lemus) son todavía los amos (de Lemus), pero cada vez menos mexicanos se resignan a subordinarse a un lord sin cuestionarlo jamás. Reconozco cuando menos un mérito en Michael Moore del que carece Lemus, y es su coraje; su irritante humorismo supone una forma, entre varias posibles, de oponer resistencia a la irracionalidad de un poder opresivo. Si los intelectuales de mi país son animales de engorda, perros domésticos que no se exigen a sí mismos nada, quiero que el coraje que sí hay en otros países contagie su vitalidad a la inteligencia del mío. Y creo que eso es lo que está ocurriendo. Hoy es domingo, pero brilla el sol.

El señor Michael Moore

Rafael Lemus
Día Siete
9 de julio de 2007

Hace no mucho tiempo Michael Moore hubiera sido un resignado tramoyista. El Hollywood clásico, con su pudor y sabiduría, hubiera impedido que el señor Moore paseara su abultada figura, su barata gorra, sus cochinos tenis frente a una cámara. Ahora somos tolerantes y debemos soportar a cualquier energúmeno. No tenemos la oportunidad siquiera de despachar a Moore con el argumento de que el suyo es un caso de interés exclusivamente estadounidense. Estamos acabados: ya todo lo gringo, incluyendo sus esquemáticos documentales, son asunto nuestro. Para qué negar que muchos de nosotros, un domingo odioso, caminaremos anestesiados hasta el cine y veremos su más reciente película, Sicko (2007), un documento contra el sistema de salud de Estados Unidos. Si ya vimos Bowling for Columbine (Masacre en Columbine, 2002) y Farenheit 9/11 (2004), podemos soportar cualquier cosa, incluso la atroz noticia de que Moore ya trabaja dos nuevos documentales. Dicen algunos críticos que Sicko es la mejor película de Moore. Tampoco es difícil que así sea: sus demás cintas no son particularmente excelsas.

Todavía no nace el valiente que mire al señor Moore y diga: “Ah, mira, un señor inteligente.” Puede decirse esto y aquello sobre su ordinario temperamento pero nadie puede afirmar, no sin risas, que el tipo sea una lumbrera. No lo es. Efectivos o no, sus documentales distan mucho de ser sabios. Imposible sugerir que simbolicen la eterna lucha de la razón contra la barbarie. Imposible observarlos sin advertir que entre el documentalista y sus villanos se reparte la misma, imbatible tontería. El señor Moore cuenta con un rasgo inusitado: es incapaz de unir dos argumentos sin contradecirse. El señor Moore presume, además, una hazaña única: disparar contra George W. Bush, el blanco más sencillo, y mirar cómo el dardo termina volviéndose contra uno mismo. Algunos ociosos se han tomado el tiempo de mirar una y otra vez Farenheit 9/11 para refutar, uno a una, sus aseveraciones y han hallado… 59 imprecisiones. ¿Imprecisiones? No exactamente. Mentiras, mala leche. Moore es, muy visiblemente, aquello que critica: una turbia versión –acaso la única posible– del poder. Como Bush, manipula a su antojo documentos e imágenes. Como Bush, es altanero: se niega a responder preguntas hostiles, amenaza con demandar a quien lo insulte. Mejor todavía: sus documentales, presuntamente civiles, están imbuidos de la lógica del poder. En vez de razonar, exponen imágenes supuestamente inapelables. Incapaces de convencer, imponen. Al final recurren al argumento de poder: esto es así porque yo lo digo. ¿Quién? Yo, Michael Moore. ¿Quién? Un chico como tú… pero poderoso.

Uno estaría tonto si demandara documentales objetivos, desapasionados. Es imposible la imparcialidad y es buena cosa, incluso, el partidismo. El señor Moore tiene derecho a realizar un cine subjetivo, vehemente, arbitrario. Tiene derecho, aun, a asestar golpes ruines y tramposos. Ser un bribón no es cosa grave: todos los documentalistas son unos canallas. (Orson Welles compuso un documental maestro, F for fake [F de falso, 1974], presumiendo sus trucos y fraudes.) Lo grave es ser, como Moore, un bribón sin apenas gracia: manipular las imágenes para apenas nada. Incluso los más entusiastas deben aceptar que las películas de Moore son estéticamente nulas: no proponen demasiado, tienden al hastío, se resuelven en secuencias previsibles. A cada momento, el obvio contrapunto: una imagen idílica de, digamos, Irak (niños que vuelan sus cometas, adultos que sonríen, multitudes cándidas) y en seguida el vicioso rostro de Bush, la pirotecnia de las bombas. Se dirá que Sergei Eisenstein no hacía otra cosa: enfrentaba imágenes opuestas hasta convencernos de la dialéctica nobleza de los bolcheviques. Es cierto y, sin embargo, Eisenstein era un genio. También lo era Leni Riefenstahl, la desalmada documentalista del régimen nazi. Ella y él eran, además, unos criminales. Ése es el asunto: Moore no es siquiera un bárbaro. Son nimios sus pecadillos. Son imperceptibles sus hallazgos visuales. Son ínfimas, de principio a fin, sus películas. ¿Entonces por qué tanto escándalo? Porque es domingo. Porque afuera llueve. Porque con Michael Moore no hay manera.

viernes, septiembre 07, 2007

Un año

A la par de mi otro blog, está cumpliendo un año también este. La fecha que considero como punto de partida de la nueva etapa de ambos (5 de septiembre de 2006) es algo arbitraria; en realidad comencé a escribir en internet a principios de abril del año pasado, pero, como explico acá, hace un año decidí trasladar a El pedote de FeCal todos los "posts" o entradas que durante meses guardé aquí, en Erat Hora. Y me las llevé pa allá con todo y centenares de sabrosos comentarios de un buen bonche de lectores que vindicaban o se oponían tanto al candidato izquierdista Andrés Manuel López Obrador (a quien apoyé) como a su adversario Felipe Calderón. Nada se ha perdido, y espero que tampoco el tiempo de quienes visitaron mis bitácoras.

Hoy, a un año, pues, de aquello, emprendo el viaje en sentido contrario. Me traje para acá dos de las entradas del 2006 (del sábado 12 de agosto de 2006, para ser más precisos), también con sus respectivos comentarios. La primera contiene algunas estrofas del poeta vanguardista argentino Oliverio Girondo (1891 - 1967). Comunista: no podía ser de otro modo. La segunda contiene un relato del norteamericano Ray Bradbury. Me acordaba mucho de este cuento a mediados del año pasado, en medio de un país que desgarramos cuando trivializamos la política haciéndola coincidir con la mercadotecnia. Este cuento se trata del perdón.

Calidoscopio

Ray Bradbury*
El primer impacto rajó la nave cual si fuera un gigantesco abrelatas. Los hombres fueron arrojados al espacio, retorciéndose como una docena de peces fulgurantes. Se diseminaron en un mar oscuro mientras la nave, convertida en un millón de fragmentos, proseguía su ruta semejando un enjambre de meteoritos en busca de un sol perdido.
—Barkley, Barkley, ¿dónde estás?
Voces aterrorizadas, niños perdidos en una noche fría.
—¡Woode, Woode!
—¡Capitán!
—Hollis, Hollis, aquí Stone.
—Stone, soy Hollis. ¿Dónde estás?
—¿Cómo voy a saberlo? Arriba, abajo... Estoy cayendo. ¡Dios mío, estoy cayendo!
Caían. Caían, en la madurez de sus vidas, como guijarros diminutos y plateados. Se diseminaban como piedras lanzadas por una catapulta monstruosa. Y ahora en vez de hombres eran sólo voces.
Voces de todos los tipos, incorpóreas y desapasionadas, con distintos tonos de terror y resignación.
—Nos alejamos unos de otros.
Era cierto. Hollis, rodando sobre sí mismo, sabía que lo era y, de alguna forma, lo aceptó. Se alejaban para recorrer distintos caminos y nada podría reunirles de nuevo. Vestían sus trajes espaciales, herméticamente cerrados, sus pálidos rostros ocultos tras las placas faciales. No habían tenido tiempo de acoplarse las unidades energéticas. Con ellas, habrían sido pequeños botes salvavidas flotando en el espacio. Se habrían salvado, habrían salvado a otros, habrían encontrado a todos hasta unirse para formar una isla de hombres y pensar en alguna salida. Pero ahora, sin las unidades energéticas acopladas a sus hombros, eran meteoritos alocados encaminándose hacia destinos diversos e inevitables.
Pasaron diez minutos. El terror inicial se apagó, dando paso a una calma metálica. Sus voces extrañas empezaron a entrelazarse en el espacio, un telar inmenso y oscuro, cruzándose y volviéndose a cruzar hasta formar el tejido final.
—Stone a Hollis. ¿Cuánto tiempo podremos hablar por radio?
—Depende de tu velocidad y la mía.
—Una hora, supongo.
—Algo así —dijo Hollis, pensativo y tranquilo.
—¿Qué sucedió? —preguntó Hollis al cabo de un minuto.
—El cohete estalló, eso es todo. Los cohetes estallan, ¿sabes?
—¿Hacia dónde caes?
—Creo que me estrellaré en el Sol.
—Yo en la Tierra. De vuelta a la madre Tierra a quince mil kilómetros por hora, Arderé como una cerilla.
Hollis pensó en ello con una sorprendente serenidad. Le parecía estar separado de su cuerpo, viéndolo caer y caer en el espacio, con la misma tranquilidad con la que había visto caer los primeros copos de nieve de un invierno muy lejano.
Los otros guardaban silencio. Pensaban en el destino que les había llevado a esto, a caer y caer sin poder hacer nada para evitarlo. Hasta el capitán callaba, porque no había orden o plan que pudiera arreglarlo todo.
—¡Oh, esto es interminable! ¡Interminable, interminable! —exclamó una voz. ¡No quiero morir, no quiero morir! ¡Esto es interminable!
—¿Quién habla?
—No lo sé.
—Creo que es Stimson. Stimson, ¿eres tú?
—Esto es interminable y no me gusta. ¡Dios mío, no me gusta nada!
—Stimson, aquí Hollis. Stimson, ¿me oyes?
Una pausa. Seguían separándose unos de otros.
—¿Stimson?
—Sí —replicó por fin.
—Stimson, tranquilízate. Todos tenemos el mismo problema.
—No quiero estar aquí. Me gustaría estar en cualquier otro sitio.
—Hay una posibilidad de que nos encuentren.
—Si, sí, seguro —dijo Stimson—. No creo en esto, no creo que esté sucediendo realmente.
—Es una pesadilla —dijo alguien.
—¡Cállate! —ordenó Hollis.
—Ven y hazme callar —contestó la voz. Era Applegate. Se reía con toda tranquilidad, sin histeria—. Ven y hazme callar.
Por primera vez, Hollis sintió su impotencia. La cólera se adueñó de él porque en aquel momento deseaba, más que ninguna otra cosa, herir a Applegate. Había esperado muchos años para poder hacerlo..., y ahora era demasiado tarde. Applegate era únicamente una voz radiofónica.
¡Y seguían cayendo y cayendo!
Dos de los hombres se pusieron a gritar, de repente, como si acabaran de descubrir el horror de su situación. Hollis vio a uno de ellos, en una pesadilla, flotando muy cerca de él, chillando y chillando.
—¡Basta!
El hombre estaba casi al alcance de su mano. Gritaba enloquecido. Nunca se callaría. Seguiría chillando durante un millón de kilómetros, mientras se encontrara en el campo de acción de la radio. Fastidiaría a todos los demás e impediría que hablaran entre sí.
Hollis alargó la mano. Era mejor así. Hizo un último esfuerzo y tocó al hombre. Se agarró a su tobillo y fue desplazando la mano hasta llegar a la cabeza. El hombre chilló y se retorció como si estuviera ahogándose. Sus gritos llenaron el universo.
"Da lo mismo —pensó Hollis—. El Sol, la Tierra o los meteoros lo matarán igualmente. ¿Por qué no ahora?"
Hollis aplastó la placa facial del hombre con su puño metálico. Los gritos cesaron. Se apartó del cadáver y lo dejó alejarse siguiendo su propio curso, cayendo y cayendo.
Hollis y los demás seguían cayendo sin cesar en el espacio, en el interminable remolino de un terror silencioso.
—Hollis, ¿sigues ahí?
Hollis no contestó. Una oleada de calor inundó su rostro.
—Aquí Applegate otra vez.
—¿Qué hay, Applegate?
—Hablemos. No podemos hacer otra cosa.
El capitán intervino.
—Ya es suficiente. Tenemos que encontrar una solución.
—Capitán, ¿por qué no se calla?
—¿Qué?
—Ya me ha oído, capitán. No pretenda imponerme su rango, porque nos separan quince mil kilómetros y no tenemos que engañarnos. Tal como dijo Stimson, la caída es interminable.
—¡Compórtese, Applegate!
—No quiero. Esto es un motín de uno solo. No tengo una maldita cosa que perder. Su nave era mala, usted un mal capitán, y espero que se ase cuando llegue al Sol.
—¡Le ordeno que se calle!
—Adelante, vuelva a ordenarlo. —Applegate sonrió a quince mil kilómetros de distancia. El capitán no dijo nada más—. ¿Dónde estabamos, Hollis? Ah, sí ya recuerdo. También te odio a ti. Pero tú ya lo sabes. Hace mucho tiempo que lo sabes.
Hollis, desesperado, cerró los puños.
—Quiero confesarte algo —prosiguió Applegate—. Algo que te hará feliz. Fui uno de los que votaron contra ti en la Rocket Company, hace cinco años.
Un meteorito surcó el espacio. Hollis miró hacia abajo y vio que no tenía mano izquierda. La sangre brotaba a chorros. De repente, advirtió la falta de aire en su traje. El oxígeno que conservaba en los pulmones le permitió, sin embargo, hacer un nudo a la altura de su codo izquierdo, apretando la juntura y cerrando el escape. La rapidez del suceso no le dio tiempo a sorprenderse. Ninguna cosa podía sorprenderle en aquel momento. Ya cerrado el boquete, el aire volvió a llenar el traje en un instante. Y la sangre, que había brotado con tanta facilidad, quedó comprimida cuando Hollis apretó aún más el nudo, hasta convertirlo en un torniquete.
Todo esto había sucedido en medio de un terrible silencio por parte de Hollis. Los otros hombres conversaban. Uno de ellos, Lespere, hablaba sin cesar de su mujer de Marte, de su mujer venusiana, de su mujer de Júpiter, de su dinero, sus buenos tiempos, sus borracheras, su afición al juego, su felicidad... Hablaba y hablaba, mientras todos caían. Lespere, feliz, recordaba el pasado mientras se precipitaba a la muerte.
¡Todo era tan raro! Espacio, miles de kilómetros de espacio, y voces vibrando en su centro. Ningún hombre al alcance de la vista, sólo las ondas de radio se agitaban tratando de emocionar a otros hombres.
—¿Estás enfadado, Hollis?
—No.
Y no lo estaba. Había recuperado la serenidad. Era una masa insensible, cayendo para siempre hacia ninguna parte.
—Durante toda tu vida quisiste llegar a la cumbre, Hollis. Y yo lo impedí. Siempre quisiste saber lo que había ocurrido. Bien, voté contra ti antes de que me despidieran a mí también.
—No tiene importancia.
Y no la tenía. Todo había terminado. Cuando la vida llega a su fin es como un intenso resplandor. Un instante en el que todos los prejuicios y pasiones se condensan e iluminan en el espacio, antes de que se pueda decir una sola palabra. Hubo un día feliz y otro desdichado, hubo un rostro perverso y otro bondadoso... El resplandor se apaga y se hace la oscuridad.
Hollis pensó en su pasado. Al borde de la muerte, una sola cosa le atormentaba y por ella, únicamente por ella, deseaba seguir viviendo. ¿Sentirían lo mismo sus compañeros de agonía? ¿Tendrían aquella sensación de no haber vivido nunca? ¿Pensarían, como él, que la vida surge y muere antes de poder respirar una vez? ¿Les parecería a todos tan abrupta e imposible, o sólo a él, aquí, ahora, con escasas horas para meditar?
Uno de los otros hombros estaba hablando.
—Bueno, yo viví bien. Tuve una esposa en Marte, otra en Venus y otra en Júpiter. Todas tenían dinero y se portaron muy bien conmigo. Fue maravilloso. Me emborrachaba, y hasta una vez gané veinte mil dólares en el juego.
"Pero ahora estás aquí —pensó Hollis—. Yo no tuve nada de eso. Tenía celos de ti, Lespere. En pleno trabajo envidiaba tus mujeres y tus juergas. Las mujeres me asustaban y huía al espacio, siempre deseándolas, siempre celoso de ti por tenerlas, por tu dinero, por toda la felicidad que podías conseguir con aquella vida alocada. Pero ahora se acabó todo, caemos. Ya no tengo celos de ti. Es mi final y el tuyo y todo parece no haber sucedido nunca."
Hollis levantó el rostro y gritó por la radio:
—¡Todo ha terminado, Lespere!
Silencio.
—¡Como si nunca hubiese ocurrido, Lespere!
—¿Quién habla? —preguntó Lespere temblorosamente.
—Soy Hollis.
Se sintió miserable. Era la mezquindad, la absurda mezquindad de la muerte. Applegate le había herido y él, Hollis, quería herir a otro. Applegate y el espacio le habían herido.
—Ahora estás aquí, Lespere. Todo ha terminado, como si nunca hubiera sucedido, ¿no es cierto?
—No.
—Cuando llega el final, todo parece no haber ocurrido nunca. ¿Es mejor tu vida que la mía, ahora? Antes, sí, ¿y ahora? El presente es lo que cuenta. ¿Es mejor? ¿Lo es?
—¡Sí, es mejor!
—¿Por qué?
—Porque conservo mis pensamientos, ¡porque recuerdo! —gritó Lespere, muy lejos, indignado, apretando los recuerdos a su pecho con ambas manos.
Y estaba en lo cierto. Hollis lo comprendió mientras una sensación fría como el hielo fluía por todo su cuerpo. Existían diferencias entre los recuerdos y los sueños. A él sólo le quedaban los sueños de las cosas que había deseado hacer, pero Lespere recordaba cosas hechas, consumadas. Este pensamiento empezó a desgarrar a Hollis con una precisión lenta, temblorosa.
—¿Y para qué te sirve eso? —gritó a Lespere—. ¿De qué te sirve ahora? Lo que llega a su fin ya no sirve para nada. No estás mejor que yo.
—Estoy tranquilo —contestó Lespere—. Tuve mi oportunidad. Y ahora no me vuelvo perverso, como tú.
—¿Perverso?
Hollis meditó. Nunca, en toda su vida, había sido perverso. Nunca se había atrevido a serlo. Durante muchos años debió de haber estado guardando su perversidad para una ocasión como la actual. "Perverso". La palabra martilleó en su mente. Se le saltaron las lágrimas y resbalaron por su cara.
—Cálmate, Hollis.
Alguien había escuchado su voz sofocada.
Era completamente ridículo. Tan sólo un momento antes, había estado aconsejando a otros, a Stimson... Había sentido coraje y creído que era auténtico. Pero, ahora lo comprendía, no se trataba más que de conmoción, y de la "serenidad", que puede acompañarla. Y ahora trataba de condensar toda una vida de emociones reprimidas en un intervalo de minutos.
—Sé lo que sientes, Hollis —dijo Lespere, ya a treinta mil kilómetros de distancia, con una voz cada vez más apagada—. No me has ofendido.
"Pero, ¿no somos iguales? —se preguntó un aturdido Hollis—. ¿Lespere y yo? ¿Aquí, ahora? Si algo ha terminado, ya está hecho. ¿Qué tiene de bueno, entonces? Los dos moriremos, de una forma o de otra."
Pero Hollis sabía que todo aquello era puro raciocinio. Era como intentar explicar la diferencia entre un hombre vivo y un cadáver: uno poseía una chispa, un aura, un elemento misterioso, y el otro no.
Y lo mismo ocurría con Lespere y él. Lespere había vivido enteramente, y ello le convertía ahora en un hombre diferente. Y él, Hollis, había estado muerto durante muchos años. Se acercaban a la muerte siguiendo distintos caminos y, con toda probabilidad, si existieran varios tipos de muertes, el de Lespere y el suyo serían tan diferentes como la noche y el día. La cualidad de la muerte, como la de la vida, debe ser de una variedad infinita. Y si uno ya ha muerto una vez, ¿por qué preocuparse de morir para siempre, tal como estaba muriendo él ahora?
Un momento después descubrió que su pié derecho había desaparecido. Estuvo a punto de reír. El aire por segunda vez había escapado de su traje. Se inclinó rápidamente y vio salir la sangre. El meteorito había cortado la carne y el traje hasta el tobillo. Oh, la muerte en el espacio era humorística: te despedaza poco a poco, cual tétrico e invisible carnicero. Hollis apretó la válvula de la rodilla. Sentía dolor y mareo. Luchó por no perder la conciencia, apretó más la válvula y contuvo la sangre, conservando el aire que le quedaba. Se enderezó y prosiguió su caída. No podía hacer más.
—¿Hollis?
Hollis respondió cansinamente, harto de aguardar la muerte.
—Aquí Applegate de nuevo —dijo la voz.
—Sí.
—He estado pensando, y escuchándote. Esto no va bien. Nos convierte en perversos. Es una forma de morir muy mala, nos saca toda la maldad que llevamos dentro. Hollis, ¿me escuchas?
—Sí.
—Te mentí. Hace un momento. Te mentí. No voté contra ti. No sé por qué lo dije. Creo que deseaba hacerte daño. Parecías el más indicado. Siempre nos hemos peleado, Hollis. Creo que me estoy haciendo viejo de repente, arrepintiéndome. Guando oí que tú eras un perverso me avergoncé. Es igual, quiero que sepas que yo también fui un idiota. No hay ni pizca de verdad en todo lo que dije. Y vete al infierno.
Hollis sintió que su corazón volvía a latir. Había estado parado durante cinco minutos. Ahora, todos sus miembros recuperaron el calor. La conmoción había terminado, y los sucesivos ataques de cólera, terror y soledad iban disipándose. Era un hombre recién salido de una ducha fría matutina, listo para desayunar y enfrentarse a un nuevo día.
—Gracias, Applegate.
—No hay de qué. Y anímate, bobo.
—¿Dónde está Stimson? ¿Cómo se encuentra?
—¿Stimson?
Todos escuchaban atentamente:
—Debe de haber muerto.
—No lo creo. ¡Stimson!
Volvieron a escuchar.
Y oyeron una respiración dificultosa, lejana, lenta...
—Es él. Escuchad.
—¡Stimson!
Nadie respondió.
Sólo podían oír una respiración lenta y bronca.
—No contestará.
—Ha perdido el conocimiento. Dios le ayude.
—Es él, escuchad.
Una respiración apenas audible, el silencio.
—Está encerrado como una almeja. Encerrado en sí mismo, haciendo una perla. Consideradlo así, todo tiene su poesía. Él es más feliz que nosotros.
Stimson flotaba en la lejanía. Todas lo escucharon.
—¡Eh! —dijo Stone.
—¿Qué?
Hollis había contestado con toda su fuerza. Stone, más que ningún otro, era un buen amigo.
—Estoy entre un enjambre de meteoritos, pequeños asteroides.
—¿Meteoritos?
—Creo que es el grupo de Mirmidón, que se desplaza entre Marte y la Tierra y tarda cien años en recorrer su órbita. Me encuentro justo en el medio. Es como un calidoscopio gigante. Hay colores, formas y tamaños de todos los tipos. ¡Dios mío, que hermoso es todo esto!
Silencio.
—Me voy con ellos —prosiguió Stone—. Me llevan con ellos. Estoy condenado. —Y se rió de buena gana.
Hollis trató de ver algo, pero sin conseguirlo. Allí sólo había las grandes joyas del espacio, los diamantes, los zafiros, las nieblas de esmeraldas y las tintas de terciopelo del espacio, y la voz de Dios confundiéndose entre los resplandores cristalinos. Era algo increíble y maravilloso pensar en Stone acompañando al enjambre de meteoritos. Iría más allá de Marte y volvería a la Tierra cada cinco años. Entraría y saldría de las órbitas de los planetas durante las siguientes miles y miles de años. Stone y el enjambre de Mirmidón, eternos e infinitos, girarían y se modelarían como los colores del calidoscopio de un niño cuando éste levanta el tubo hacia el sol y lo va girando.
—Adiós, Hollis. —La voz de Stone, ya muy debilitada—. Adiós.
—Buena suerte —gritó Hollis, a cincuenta mil kilómetros de distancia.
—No te hagas el gracioso —dijo Stone.
Silencio. Las estrellas se unían más y más entre ellas.
Todas las voces, iban apagándose. Todas y cada una seguían su propia ruta; unas hacia el Sol, otras hacia el espacio remoto. Como el mismo Hollis. Miró hacia abajo. Él, y sólo él, volvía solitario a la Tierra.
—Adiós.
—Tómatelo con calma.
—Adiós, Hollis —dijo Applegate.
Adioses innumerables, despedidas breves. El gran cerebro, extraviado, se desintegraba. Los componentes de aquel cerebro, que habían trabajado con eficiencia y perfección dentro de la caja craneal de la nave espacial, cuando ésta aún surcaba el espacio, morían uno a uno. Todo el significado de sus vidas saltaba hecho añicos. Igual que el cuerpo muere cuando el cerebro deja de funcionar, el espíritu de la nave, todo el tiempo que habían pasado juntos, lo que los unos significaban para los otros, todo eso moría. Applegate ya no era más que un dedo arrancado del cuerpo paterno, ya nunca más sería motivo de desprecio o intrigas. El cerebro había estallado y sus fragmentos inútiles, faltos de misión que cumplir, se desperdigaban. Las voces desaparecieron y el espacio quedó en silencio. Hollis estaba solo, cayendo.
Todos estaban solos. Sus voces se habían desvanecido como los ecos de palabras divinas vibrando en el cielo estrellado. El capitán marchaba hacia el Sol. Stone se alejaba entre la nube de meteoritos, y Stimson, encerrado en sí mismo. Applegate iba hacia Plutón. Smith, Turner, Underwood... Los restos del calidoscopio, las piezas de lo que otrora fue algo coherente, se esparcían por el espacio.
"¿Y yo? —pensó Hollis—. ¿Qué puedo hacer?. ¿Puedo hacer algo para compensar una vida terrible y vacía? Si pudiera hacer algo para reparar la mezquindad de todos estos años, el absurdo del que ni siquiera me daba cuenta... Pero no hay nadie aquí. Estoy solo. ¿Cómo hacer algo que valga la pena cuando se está solo? Es imposible. Mañana por la noche me estrellaré contra la atmósfera de la Tierra. Arderé, y mis cenizas se esparcirán por todos los continentes. Seré útil. Sólo un poco, pero las cenizas son cenizas y se mezclarán con la tierra."
Caía rápidamente, como una bala, como un guijarro, como una pesa metálica. Sereno, ni triste ni feliz... Lo único que deseaba, cuando todos los demás se habían ido, era hacer algo válido, algo que sólo él sabría.
"Cuando entre en la atmósfera, arderé como un meteoro."
—Me pregunto si alguien me verá —dijo en voz alta.
Desde un camino, un niño alzó la vista hacia el cielo.
—¡Mira, mamá! ¡Mira! —gritó—. ¡Una estrella fugaz!
La estrella blanca, resplandeciente, caía en el polvoriento cielo de Illinois.
—Pide un deseo —dijo la madre del niño—. Pide un deseo.
*Encuentren éste y otros cuentos en Letras Perdidas.

Tres poemas de Oliverio Girondo

Nocturno
No soy yo quien escucha
ese trote llovido que atraviesa mis venas.

No soy yo quien se pasa la lengua entre los labios
al sentir que la boca se me llena de arena.

No soy yo quien espera,
enredado en mis nervios,
que las horas me acerquen el alivio del sueño,
ni el que está con mis manos, de yeso enloquecido,
mirando, entre mis huesos, las áridas paredes.

No soy yo quien escribe estas palabras huérfanas.


Cansancio
Cansado.
¡Sí!
Cansado
de usar un solo bazo,
dos labios,
veinte dedos,
no sé cuántas palabras,
no sé cuántos recuerdos,
grisáceos,
fragmentarios.

Cansado,
muy cansado
de este frío esqueleto,
tan púdico,
tan casto,
que cuando se desnude
no sabré si es el mismo
que usé mientras vivía.

Cansado.
¡Sí!
Cansado
por carecer de antenas,
de un ojo en cada omóplato
y de una cola auténtica,
alegre,
desatada,
y no este rabo hipócrita,
degenerado,
enano.

Cansado,
sobre todo,
de estar siempre conmigo,
de hallarme cada día,
cuando termina el sueño,
allí, donde me encuentre,
con las mismas narices
y con las mismas piernas;
como si no deseara
esperar la rompiente con un cutis de playa,
ofrecer, al rocío, dos senos de magnolia,
acariciar la tierra con un vientre de oruga,
y vivir, unos meses, adentro de una piedra.


Siesta
Un zumbido de moscas anestesia la aldea.
El sol unta con fósforo el frente de las casas,
y en el cauce reseco de las calles que sueñan
deambula un blanco espectro vestido de caballo.

Penden de los balcones racimos de glicinas
que agravan el aliento sepulcral de los patios
al insinuar la duda de que acaso estén muertos
los hombres y los niños que duermen en el suelo.

La bondad soñolienta que trasudan las cosas
se expresa en las pupilas de un burro que trabaja
y en las ubres de madre de las cabras que pasan
con un son de cencerros que, al diluirse en la tarde,
no se sabe si aún suena o ya es sólo un recuerdo.
¡Es tan real el paisaje que parece fingido!

Feliz (?) cumpleaños al Pedote de FeCal

No sé si reír o llorar... El pasado día 5 se cumplió un año de que los magistrados vendidotes del TRIFE proclamaran presidente de México a un pelón chaparrín de lentes igualito al que ven bailando aquí abajito junto a su patroncito.
Lo único "bueno" que le veo a tan infausta decisión es que me dio el pretexto para seguir blogueando. Gracias a los lectores que, a un año de aquello, siguen visitando El pedote de FeCal y Erat Hora. Ya saben que, mientras no se vaya el pinche pelón, aquí seguimos jodiendo también nosotros.Cracker - Happy birthday to me

miércoles, septiembre 05, 2007

Casa tomada

Julio Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la mas ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y como nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejo casarnos. Irene rechazo dos pretendientes sin mayor motivo, a mi se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No se porque tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mi, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia.

Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mi se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte mas retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte mas retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo mas estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble como se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venia impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tire contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mi me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa mas de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerza, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba mas tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papa, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios. Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos mas alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamo la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían mas fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

(Bestiario, 1951)

lunes, septiembre 03, 2007

Un poema

Escribí este breve poema hará unos dos años, una mañana, pensando en una mañana.


Ordenanza

Cerrar, abrir los ojos
y ver la semejanza,
descorrer cada niebla,
entrar con la mañana,
seguir las nervaduras,
profundizar las fallas,
encontrar nuestra tierra,
regar nuestras palabras.


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